El aire en el claro se espesa como si pudiera cortarse con un cuchillo. La luna, llena y silenciosa, pende sobre nosotros como un ojo abierto de Selene, vigilante, expectante. El canto de los ancianos se eleva, profundo, antiguo, un eco del primer pacto hecho entre la Diosa y los hijos de la Luna.
Y entonces todo empieza.
Mi respiración se corta cuando un latigazo de energía recorre mi columna. Mis rodillas se hunden en la tierra húmeda y fría. Un grito se me atraganta en la garganta, pero sale igual, desgarrándome desde dentro. El círculo entero guarda silencio por un instante. La manada observa. Kael observa. Dorian lucha por acercarse.
El dolor atraviesa mis huesos como fuego líquido. Siento cómo mis manos se arquean, cómo los tendones se estiran más allá de lo posible, cómo algo dentro de mí despierta con un rugido que no pertenece a ningún ser humano.
Mis costillas crujen. Mis pulmones arden. Y de pronto no sé si estoy respirando aire o luz.
Caigo hacia adelante, con las palmas en