El aire en el claro se volvió espeso cuando la luna alcanzó su punto más alto en el cielo. El silencio cayó de golpe, sofocante, como si hasta el bosque aguardara por mi transformación. Todas las miradas estaban puestas en mí.
Sentí un escalofrío recorrerme desde la nuca hasta los pies. Mis pulmones se apretaron, mis huesos crujieron con un dolor que me hizo doblarme y caer de rodillas al piso. Las voces de los ancianos se alzaron en cánticos, pero apenas pude escucharlos. Todo mi mundo se redujo al fuego que se encendía dentro de mi pecho.
Estaba sobre la tierra húmeda, jadeando. Un calor insoportable me envolvió, mezclado con punzadas que desgarraban cada músculo. Intenté contener un grito, pero al final escapó de mis labios, quebrando el silencio de la noche.
—¡Amelia! —escuché la voz de Dorian, desesperada, luchando contra los guerreros que lo retenían para no interrumpir el ritual.
No podía mirarlo. No podía mirar a nadie. Mi cuerpo se rompía, se reconstruía, se estiraba más allá