Mundo ficciónIniciar sesiónLos días que precedieron a la luna llena fueron un torbellino en la manada. Todo se preparaba para el despertar de Amelia: las hogueras en el claro central, los cánticos ancestrales, los collares con símbolos de protección que las ancianas tejían a mano. No era un ritual cualquiera; cada nuevo lobo que despertaba significaba un lazo renovado con los espíritus del bosque.
Amelia caminaba entre los preparativos sintiéndose más observada que nunca. Dondequiera que iba, las miradas se clavaban en ella con una mezcla de expectativa y respeto. Algunos la felicitaban de antemano, otros susurraban que su despertar consolidaría aún más la unión con Dorian. Ella sonreía, aunque por dentro no dejaba de sentir una presión incómoda, como si estuviera atrapada en un papel demasiado grande para sus hombros.
Las ancianas la rodeaban con consejos que se repetían como letanías:
—No temas al dolor, hija, el cuerpo se rompe para renacer. —Escucha a tu loba, no luches contra ella, déjala fluir. —Y cuando sientas el vínculo, no lo cuestiones. El destino nunca se equivoca.Esa última frase, en particular, la inquietaba. El destino nunca se equivoca… ¿y si sí lo hacía?
Dorian, ajeno a sus dudas, irradiaba serenidad. Pasaba más tiempo con ella que de costumbre, llevándola a pasear al río, contándole historias antiguas que había escuchado de los guerreros mayores, recordándole que todo saldría bien. Amelia lo escuchaba, lo miraba sonreír y se decía que no tenía derecho a sentir nada más que certeza. Él era su novio, su prometido, su refugio. ¿Por qué su pecho insistía en arder cada vez que aparecía Kael?
El alfa, por supuesto, no facilitaba las cosas. Desde que los preparativos comenzaron, su presencia se volvió más constante. Supervisaba cada detalle del ritual, hablaba con los ancianos, organizaba las guardias. Y, de paso, no perdía la oportunidad de cruzar miradas con Amelia. Miradas que la incomodaban más que cualquier palabra.
Una tarde, mientras ella ayudaba a encender una de las hogueras, Kael se acercó. La sombra de su figura bastó para que Amelia tensara los hombros.
—No enciendas demasiado, podrías prender fuego al bosque —comentó él con ironía. Amelia rodó los ojos. —Gracias por tu infinita sabiduría, gran alfa. ¿Quieres enseñarme también cómo respirar? Kael sonrió apenas, una sonrisa peligrosa. —No hace falta. Ya respiras demasiado fuerte cuando estoy cerca.Amelia sintió cómo sus mejillas ardían, no de vergüenza, sino de rabia.
—Eres insoportable. —Y tú sigues sin saber reconocer lo que está frente a ti —replicó él, bajando la voz a un susurro que solo ella pudo oír.Antes de que pudiera responder, Dorian apareció con un gesto amable, como si no hubiera notado la tensión. Tomó la mano de Amelia y la apartó suavemente del fuego.
—Ven, quiero mostrarte algo —dijo, y ella se dejó guiar, aunque el peso de la mirada de Kael siguió sobre su espalda mucho más de lo que hubiera querido.Esa noche, Amelia se quedó despierta en su cama. Afuera, la luna creciente iluminaba el bosque, anunciando que faltaban apenas dos días para el ritual. El corazón le latía con fuerza, como si presintiera un cambio que no podía nombrar. Cerró los ojos y pensó en Dorian, en su sonrisa tranquila, en sus promesas. Intentó aferrarse a esa imagen, pero otra se filtró sin permiso: la mirada oscura y abrasadora del alfa.
El destino aguardaba, silencioso, como una fiera contenida en la penumbra.







