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Capítulo 3: Bajo la Mirada de la Luna

Los días que precedieron a la luna llena fueron un torbellino para la manada Luna de Plata. Todo el territorio respiraba expectación. En el claro central se levantaban las hogueras rituales, los guerreros tendían líneas de protección alrededor del bosque y las ancianas entonaban cánticos antiguos que parecían mezclarse con el viento. Cada detalle era importante: el despertar de un nuevo lobo no era solo un rito personal, sino un renuevo del vínculo con los espíritus del bosque y con la propia esencia de la manada.

Amelia caminaba entre los preparativos sintiéndose más observada que nunca. Habituada a pasar inadvertida cuando no estaba entrenando, ahora cada par de ojos se detenía en ella con una mezcla de respeto, curiosidad y expectativas. La saludaban, la felicitaban, algunos incluso le ofrecían amuletos para la protección o pequeños obsequios para la ceremonia. Agradecía con una sonrisa educada, aunque por dentro sentía que cada gesto añadía más peso a una carga que ya se le hacía excesiva.

Era como si la manada entera ya hubiera decidido por adelantado qué debía sentir, qué debía desear y a quién debía pertenecer. Y aunque Amelia estaba segura de querer a Dorian, esa sensación de estar metida en un papel que no eligió empezaba a inquietarla.

Las ancianas la rodeaban constantemente, ofreciéndole consejos que sonaban casi como plegarias ensayadas:

—No temas al dolor, hija. El cuerpo se rompe para renacer.

—No luches contra tu loba. Déjala fluir; ella ya sabe el camino.

—Cuando sientas el vínculo, no lo cuestiones. El destino nunca se equivoca.

Aquella frase final la perseguía durante horas. El destino nunca se equivoca…

Pero ¿y si esta vez sí lo hacía?

¿Y si ella no era quien todos esperaban? ¿Y si su espíritu no encajaba en el molde que la manada había tejido para ella desde niña?

Dorian, en cambio, irradiaba una serenidad casi desbordante. Pasaba más tiempo con ella que nunca, acompañándola al río, contándole historias de los antiguos líderes de la Luna de Plata, recordándole que nada malo podía ocurrir mientras él estuviera a su lado. Su sola presencia era un bálsamo, una promesa de paz. Amelia lo escuchaba, lo observaba reír, y trataba de repetir para sí misma que ese era su camino, que él era su hogar.

Pero cada vez que el alfa aparecía, esa convicción temblaba un poco más.

Kael no facilitaba las cosas. Desde que comenzaron los preparativos del ritual su presencia se volvió casi constante, supervisándolo todo con la intensidad de un depredador que nunca deja de vigilar su territorio. Hablaba con los ancianos, organizaba turnos de guardia, revisaba los límites del bosque… y cada tanto, sus ojos oscuros buscaban los de Amelia. Miradas breves, afiladas, que parecían atravesarla.

Una tarde, mientras ella colaboraba encendiendo una de las hogueras ceremoniales, la sombra de Kael se proyectó a su lado. El simple peso de su presencia bastó para tensarle la espalda.

—No avives tanto el fuego —dijo él con una ironía suave—. Podrías terminar incendiando medio bosque.

Amelia suspiró con fastidio sin siquiera mirarlo.

—Gracias por tu infinita sabiduría, gran alfa. ¿Quieres enseñarme también cómo inhalar y exhalar?

Él arqueó una ceja, divertido.

—No hace falta. Ya respiras demasiado fuerte cuando estoy cerca.

Amelia sintió cómo la sangre le subía a las mejillas, aunque no sabría decir si era indignación, nervios o esa otra sensación extraña que empezaba a detestar.

—Eres insoportable.

—Y tú sigues sin querer ver lo que está justo frente a ti —murmuró Kael, con la voz tan baja que solo ella pudo escucharlo.

Antes de que Amelia pudiera replicar, una figura familiar apareció a su lado.

Dorian, siempre amable, siempre oportuno.

—Ven, quiero mostrarte algo —dijo, tomándola suavemente de la mano. No parecía haber notado la tensión, o quizá sí y decidió ignorarla.

Amelia lo siguió, aunque podía sentir la mirada de Kael quemándole la espalda incluso cuando se alejaron.

Esa noche, recostada en su cama, Amelia no logró dormir. La luna creciente iluminaba la ventana con un resplandor plateado, anunciando que solo faltaban dos días para el despertar de su loba. Su corazón latía con una insistencia incómoda, como si presintiera un cambio que aún no tenía nombre.

Pensó en Dorian: en su sonrisa tranquila, en sus gestos cuidadosos, en las promesas silenciosas que siempre la envolvían. Quería aferrarse a esa calidez, a la certeza que siempre representó.

Pero, inevitablemente, otra imagen se filtró en sus pensamientos: la mirada oscura, intensa y abrasadora del alfa.

Un escalofrío recorrió su cuerpo.

Algo se aproximaba. Algo que no dependía de lo que ella quisiera o temiera, algo más antiguo, más salvaje.

El destino aguardaba, silencioso, acechando en la penumbra como una fiera a punto de despertar.

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