Mundo de ficçãoIniciar sessãoAmelia recordaba la primera vez que había tomado la mano de Dorian. Eran apenas unos niños, corriendo por el bosque detrás de las luciérnagas, y ella se había tropezado con una raíz. Él la levantó sin dudarlo, con ese gesto torpe pero firme que terminaría marcando toda su vida. Desde entonces, Dorian había estado a su lado como una constante silenciosa, siempre atento a sus caídas, siempre dispuesto a levantarse con ella.
Con los años, esa cercanía se convirtió en algo más profundo. Cuando cumplió quince años, los ancianos formalizaron lo que todos daban por hecho: Amelia y Dorian estaban prometidos. La noticia la hizo sonrojarse, aunque en su interior sintió alivio. Nadie más podía ocupar ese lugar. Dorian era más que su mejor amigo; era su refugio.
En los entrenamientos, Amelia solía lanzarse con energía, siempre buscando superar sus límites. Dorian, en cambio, entrenaba con disciplina calculada. Si ella caía exhausta al suelo, él se agachaba a su lado con una sonrisa paciente.
—Siempre quieres ganarle a todos —le decía, ofreciéndole la mano.
—No quiero ganarle a todos —replicaba ella, aunque el brillo desafiante en sus ojos la delataba—. Solo a Kael.
Dorian se reía, como si no existiera problema más pequeño que ese. Amelia adoraba esa risa; tenía el poder de disolver cualquier sombra.
Su relación no era explosiva ni tormentosa, sino tranquila, como una hoguera que siempre daba calor aunque no ardiera en llamas. Dorian le llevaba flores silvestres sin motivo, conocía de memoria sus gestos cuando estaba enojada y jamás le discutía cuando ella insistía en tener la última palabra. Había quienes decían que él era demasiado bueno con ella, que Amelia tenía un carácter fuerte y que algún día Dorian se cansaría. Pero él nunca dio señales de fatiga. Al contrario, parecía disfrutar de su espíritu indomable, como si hubiera nacido para equilibrarlo.
Una tarde, mientras caminaban juntos hacia el río, Amelia confesó sus temores.
—Dicen que cuando despierte mi loba, todo será distinto. ¿Y si no soy lo que esperas? ¿Y si…? —calló, temiendo poner en voz alta la peor de sus dudas: ¿y si el destino la unía a alguien más? Dorian se detuvo y la miró con esos ojos claros que siempre parecían llenos de calma. —Amelia —dijo con ternura—, yo no espero nada de ti que no seas tú misma. Despiertes como despiertes, sigues siendo la persona a la que elegí. Y si los ancianos tienen razón, el destino solo confirmará lo que ya sabemos.Sus palabras eran como un bálsamo, y Amelia sonrió, permitiéndose creer en esa certeza. Con él todo parecía fácil, como si el mundo no pudiera romperse nunca.
Esa noche, cuando se despidieron, Dorian le besó la frente con suavidad. No había prisa en sus gestos, ni ansiedad en su amor. Solo promesas silenciosas de un futuro compartido. Amelia se durmió convencida de que nada podría arrebatarle aquello.
Pero, en el fondo de su pecho, había una inquietud que no lograba explicar. Una chispa que se encendía cada vez que pensaba en la mirada del alfa. La ignoró, convenciéndose de que era simple rivalidad. Porque lo único que quería, lo único que necesitaba, era que la luna confirmara lo que ya estaba escrito: que Dorian era y sería su destino.







