Mundo ficciónIniciar sesiónSer alfa nunca había sido sencillo, pero Kael aprendió muy temprano que cargar con el peso del liderazgo era un deber, no una opción. Desde que heredó el mando a los dieciocho años —mucho antes de lo que cualquier alfa acostumbraba— se prometió mantener a la manada Luna de Plata unida, fuerte, impenetrable. Y hasta ese día lo había logrado a base de disciplina, estrategia y una voluntad férrea que pocos se atrevían a desafiar.
Obediencia. Control. Equilibrio.
Quizá por eso necesitaba convencerse de que odiaba a Amelia. La etiqueta de “odio” le resultaba cómoda, manejable, una explicación sencilla para todo lo que ella provocaba en él. Amelia era una contradicción andante: rebelde, impulsiva, incapaz de acatar una orden sin cuestionarla primero. Una chispa indomable entre la estructura que él intentaba proteger.
En público lo desafiaba sin miedo; en privado, lo descolocaba sin quererlo.
Pero en los últimos meses, Kael se daba cuenta de que lo que lo perturbaba no era su insolencia… sino la forma en que su presencia lo trastocaba por dentro.
Lo sentía en los entrenamientos, cuando ella levantaba la barbilla con esa mezcla de orgullo y reto, y un calor incómodo le recorría el cuerpo cada vez que se acercaba demasiado. Lo sentía en las discusiones, cuando sus ojos ardían como brasas y su lobo se agitaba dentro de él exigiendo acercarse, tocar, reclamar. Y lo sentía aún más en las noches silenciosas, cuando la imagen de Amelia aparecía en su mente sin permiso y su lobo gruñía, impaciente, reclamándola como si ya fuera suya.
No.
Dorian era más que su beta. Era su hermano elegido, el compañero con quien había compartido la primera cacería, la primera victoria, la primera herida. Con él había reído, sangrado, crecido. Sabía sin pensarlo que Dorian lo seguiría a la guerra sin dudar, y Kael haría lo mismo por él.
Y Amelia era su prometida.
Pero la loba de Amelia seguía dormida.
Y la idea de que Amelia pudiera ser su otra mitad… ese pensamiento lo aterrorizaba más que cualquier enemigo que hubiese enfrentado.
Dos noches antes del ritual, Kael observaba el claro desde lo alto de una roca. El paisaje estaba lleno de luces cálidas: las hogueras ceremoniales brillaban como estrellas rojizas, los ancianos afinaban los cánticos que guiarían la transformación, y varios jóvenes repartían amuletos de protección confeccionados por las ancianas.
Y allí estaba Amelia.
La imagen debería haberle resultado tierna. Tranquila. Segura.
Pero su lobo gruñó.
Kael apretó los puños con fuerza.
—Cállate —susurró hacia adentro, intentando contener al animal que rugía bajo su piel.
No se dio cuenta de que ya no estaba solo hasta que una voz familiar quebró su concentración.
—¿Qué pasa contigo últimamente? —preguntó Dorian, acercándose con esa serenidad que siempre lo caracterizaba.
Kael tensó los hombros antes de responder.
—Nada. Solo vigilo.
Dorian sonrió con incredulidad.
—Mientes horrible, Kael. ¿Te preocupa el despertar de Amelia?
El nombre la atravesó como un golpe directo al pecho. Kael fingió indiferencia.
—Solo quiero asegurarme de que todo salga bien. Ella es… importante para la manada.
Dorian lo observó con calma, como si pudiera leerle cada pensamiento. Luego inclinó ligeramente la cabeza.
—Lo dices como si no la soportaras.
Kael bufó.
—No la soporto. Es terca, orgullosa… un desastre ambulante. Cree que puede desafiar cada orden que doy.
—Y aun así te preocupas por ella —respondió Dorian, sin burla, sin reproche. Solo verdad.
Kael apartó la mirada, incómodo, sintiendo cómo su lobo empujaba, reclamaba, rugía.
—Me preocupa que cause problemas —mintió.
—O porque despierta algo en ti —dijo Dorian con suavidad—. Algo que no quieres admitir.
El silencio cayó entre ambos como un manto. Al fondo, los cánticos ancestrales continuaban, envolviendo el claro con una vibración antigua. Kael quiso negarlo, quiso decir que jamás traicionaría a su hermano, que su destino no podía ser Amelia.
Pero su lobo rugió, impaciente, como si supiera una verdad que él no estaba listo para aceptar.
Finalmente, Dorian suspiró y apoyó una mano firme en su hombro.
—Sea lo que sea, confío en ti —dijo con una sonrisa tranquila—. Pase lo que pase bajo la luna, seguirás siendo mi hermano.
Kael asintió, aunque un nudo se formó en su garganta. No estaba seguro de poder prometerle eso.
Esa noche, al regresar a su cabaña, cayó rendido en la cama. Pero el sueño no lo salvó: lo arrojó directamente a la visión de unos ojos dorados brillando bajo la luna. Ojos que no podía ignorar. Ojos que ya había empezado a reconocer.
Y supo que el destino estaba a punto de ponerlos a prueba… a los tres.







