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Capítulo 4: El Peso del Alfa

Ser alfa nunca había sido fácil, pero Kael había aprendido pronto a cargar con el peso. Desde que heredó el liderazgo a los dieciocho, se prometió a sí mismo mantener la manada unida, sin importar lo que costara. Y hasta ahora lo había cumplido.

Obediencia, disciplina, control.

Eso era lo que exigía a los demás, y aún más a sí mismo.

Por eso odiaba tanto a Amelia. O quizá no era odio… pero lo que fuera, lo necesitaba etiquetar así. La muchacha era indómita, una chispa rebelde en medio de la estructura que él intentaba mantener. Nunca seguía las reglas, siempre discutía sus órdenes, como si disfrutara provocarlo frente a todos. Y lo peor era que lo conseguía: pocas personas lograban sacarlo de quicio como ella.

Pero últimamente, lo que más le molestaba no eran sus palabras, sino la forma en que su presencia lo desestabilizaba.

Kael lo notaba en los entrenamientos, cuando ella levantaba la barbilla desafiante y él sentía una oleada de calor recorrerle el cuerpo. Lo notaba en las discusiones, cuando sus ojos brillaban como brasas encendidas y un impulso salvaje lo empujaba a acercarse más de lo debido. Y lo notaba, sobre todo, en las noches, cuando su lobo interior gruñía impaciente cada vez que su mente evocaba su rostro.

No podía permitirlo. No con Amelia. No con la prometida de Dorian.

Dorian era su mejor amigo. Habían crecido juntos, habían compartido la primera cacería, la primera cicatriz, el mismo sueño de proteger la manada. Kael sabía que podía confiar en él con los ojos cerrados, que siempre estaría a su lado en batalla. Y Dorian amaba a Amelia. Eso bastaba para que Kael se repitiera una y otra vez que no debía sentir nada más.

Pero la loba de Amelia aún no había despertado. Y Kael conocía las reglas del destino mejor que nadie: cuando ese momento llegara, todo podría cambiar.

Él mismo lo había sentido al cumplir los diecisiete: el fuego en la sangre, la voz de su lobo reclamando lo que le pertenecía. El lazo del alma gemela no era una elección, era un decreto imposible de romper. Kael no temía a muchas cosas, pero la idea de que Amelia pudiera ser suya lo aterrorizaba más que cualquier enemigo.

Dos noches antes del ritual, Kael observaba el claro desde lo alto de una roca. Los ancianos preparaban los cánticos, las hogueras brillaban como estrellas rojas en la oscuridad. Y allí estaba Amelia, ayudando con torpeza a mover ramas, con Dorian a su lado, siempre sonriente, siempre dispuesto a suavizar su energía desbordante. La escena debería haberle parecido tierna. En cambio, sintió a su lobo gruñir en lo profundo, celoso, impaciente.

Kael apretó los puños.

—Cállate —le susurró a su propio interior, como si el instinto pudiera obedecerlo.

No se dio cuenta de que alguien lo observaba hasta que escuchó una voz conocida.

—¿Qué pasa contigo últimamente? —preguntó Dorian, acercándose con esa calma que siempre lo caracterizaba.

Kael se tensó.

—Nada. Estoy vigilando.

—Mientes mal —replicó el beta, cruzándose de brazos—. ¿Acaso te preocupa el despertar de Amelia?

El nombre le golpeó más fuerte de lo que esperaba, pero Kael fingió indiferencia.

—Solo quiero asegurarme de que todo salga bien. Ella es… importante para la manada.

Dorian lo miró de frente, como si pudiera leerle el alma. Luego sonrió.

—Lo dices como si no la soportaras.

Kael bufó.

—No la soporto. Es terca, orgullosa y cree que puede desafiar cada orden que doy.

—Y aun así, siempre acabas mirándola.

Kael giró el rostro para evitar la punzada de verdad en esas palabras.

—Porque me preocupa que cause problemas —mintió.

—O porque despierta algo en ti —dijo Dorian, sin dureza, solo con esa transparencia que lo hacía imposible de odiar.

El silencio se extendió entre ambos, interrumpido solo por los cantos de las ancianas a lo lejos. Kael quería negarlo, quería gritar que jamás pondría en riesgo su amistad. Pero su lobo rugió dentro de él, recordándole que había cosas que no podían reprimirse con palabras.

Finalmente, Dorian suspiró y le dio una palmada en el hombro.

—Sea lo que sea, confío en ti. Y sé que, pase lo que pase después de la luna, seguirás siendo mi hermano.

Kael asintió, aunque no encontró respuesta. Porque, en el fondo, no estaba seguro de poder cumplir esa promesa.

Esa noche, cuando volvió a su cabaña, soñó con ojos dorados brillando bajo la luna. Y supo que el destino estaba a punto de ponerlos a prueba a los tres.

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