Kael se había prometido a sí mismo que podría manejarlo.
Habían pasado solo dos días desde el ritual, apenas cuarenta y ocho horas desde que la luna lo había unido a Amelia de un modo que él nunca pidió, y aun así llevaba cada minuto sintiéndose como si arrastrara cadenas que ardían. El vínculo latía como un hilo vivo en su pecho, tirando hacia ella con cada respiración, exigiendo atención, contacto, proximidad. Como si su lobo —o la luna misma— quisiera recordarle que ese lazo no era una sugerencia, sino una sentencia.
Kael había decidido ignorarlo.
Había evitado cruzarse con ella en los límites de la manada. Había salido a patrullar solo. Había delegado tareas. Había hecho todo lo posible para no respirar el aire que ella respiraba.
Y aun así, el dolor seguía allí.
Porque evitarla no rompía el vínculo. Lo tensaba.
Lo hacía doler.
Nairo, su lobo, no dejaba de gruñir dentro de él.
«Nos estás matando.»
Kael apretó los dientes, ignorándolo mientras caminaba hacia el campo de entrenamien