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Capítulo 1: La Prometida del Beta

Desde que tenía memoria, Amelia había escuchado que su futuro estaba decidido. No importaba cuánto soñara con otras posibilidades: los ancianos de la manada Luna de Plata lo habían repetido tantas veces que sus palabras se incrustaron en su mente como un eco inevitable —ella sería la compañera del beta. Y el beta no era otro que Dorian.

Dorian siempre había estado allí. Primero como el niño serio que la seguía durante los juegos en el bosque, cuidando que no se metiera en demasiados problemas; luego como el joven paciente que toleraba sus impulsos y se quedaba a su lado cuando las discusiones con Kael terminaban en lágrimas o gruñidos. Crecieron juntos, y lo que al inicio fue una amistad sincera se convirtió, con los años, en algo más parecido a una promesa tácita.

El día en que Amelia cumpliera diecisiete años y despertara a su loba interior, el lazo predestinado se revelaría. Nadie lo dudaba.

Y a Amelia no le disgustaba esa idea.

Amaba la calma que Dorian le transmitía. Él era todo lo que ella no: prudente, responsable, capaz de mantener la cabeza fría incluso en situaciones que a ella la hacían explotar. A su lado se sentía vista, cuidada, protegida. Cuando él le sonreía, su corazón encontraba reposo, y Amelia se repetía que el destino no podía equivocarse.

Pero había un nombre que siempre interrumpía esa tranquilidad: Kael.

El futuro alfa de la manada Luna de Plata. Apenas tres años mayor que ella, pero con la autoridad de un guerrero formado desde niño. Nadie se atrevía a cuestionarlo… excepto Amelia. Desde pequeña sentía que él la observaba con un juicio constante, con una severidad que le irritaba hasta lo más profundo.

Siempre demasiado crítico.

Siempre demasiado arrogante.

Siempre demasiado Kael.

—No deberías entrenar así. Podrías lastimarte —le había dicho una vez, cruzando los brazos como si fuera ley.

—¿Y qué? ¿Voy a pedirle permiso al gran alfa para respirar? —había respondido ella, con los ojos encendidos.

Las discusiones entre ellos eran tan habituales que ya ni sorprendían a nadie. Si Amelia decía blanco, Kael decía negro. Si él exigía silencio, ella encontraba la manera de provocarlo con un comentario mordaz. Entre ambos había una tensión imposible de ignorar, un pulso constante que ni Dorian, con toda su serenidad, lograba disipar del todo.

Y, sin embargo, había algo en Kael que la perturbaba.

Una intensidad feroz en su mirada, como si pudiera ver el caos dentro de ella, como si presintiera cosas que ni ella misma comprendía. A veces, cuando sus ojos se cruzaban, Amelia sentía que el aire se volvía denso y que su pecho ardía como si hubiera caído en un fuego invisible. Entonces apartaba la mirada, fingiendo indiferencia, convencida de que todo era producto de su imaginación.

El único que parecía no notar nada era Dorian.

Él confiaba en ella sin reservas.

Y Amelia lo quería demasiado como para permitir que sus pensamientos se desviaran hacia donde no debían. Cada vez que la duda intentaba envenenarle el corazón, recordaba la ternura de su sonrisa, la seguridad de sus manos entrelazadas con las suyas.

Dorian era su promesa.

Dorian era su presente y su futuro.

Faltaban pocos días para la luna llena de septiembre, la que marcaría su despertar. Amelia no dormía bien; sus noches estaban llenas de sueños inquietos, impulsos salvajes y la extraña sensación de que algo dentro de ella presionaba para salir. Los ancianos aseguraban que era normal: la loba interior despertaba antes en forma de sueños agitados, hambre, deseo de correr y morder.

Amelia lo aceptaba con emoción y un toque de miedo.

Más que nada, deseaba sentir esa unión inquebrantable que la conectaría con Dorian. Se imaginaba corriendo con él bajo la luna, sus lobos entrelazados como uno solo. Esa imagen la reconfortaba cada vez que el recuerdo de Kael perturbaba sus pensamientos.

La tarde previa al ritual de su despertar, Amelia fue al campo de entrenamiento. Había dicho que necesitaba despejarse, aunque la verdad era que esperaba encontrar a Dorian. No lo halló.

En su lugar, allí estaba Kael.

Estaba sin camiseta, el torso marcado por sudor y tierra, respirando profundo tras una larga sesión. Su olor —una mezcla de bosque, hierro y masculinidad— la golpeó con una fuerza que la obligó a apartar la mirada.

—¿Otra vez husmeando donde no debes? —dijo él, con esa voz grave que siempre sonaba a amenaza contenida.

—¿Otra vez creyéndote el dueño del lugar? —replicó ella, levantando la barbilla.

Kael dio un paso hacia ella. Amelia sintió que sus piernas vacilaban, aunque su rostro se mantuvo firme. El alfa no sonrió ni mostró burla; solo la observó con una intensidad que le heló la espalda.

—Mañana todo cambiará para ti —susurró. No sonó a advertencia. Sonó a certeza. A destino.

Amelia se quedó paralizada. Algo en su tono le despertó una inquietud primitiva, como si él supiera algo que ella ignoraba. Y, como siempre que se sentía vulnerable frente a él, reaccionó con furia.

—No necesito que me digas lo que va a pasar. Mi destino está claro, Kael. —Su voz tembló solo un segundo—. Soy la prometida de Dorian. Y seré la hembra beta de esta manada. Tu manada, no lo olvides.

Por un instante creyó ver una chispa oscura en los labios de Kael, algo parecido a una sonrisa sin alegría. Pero él no respondió.

Simplemente se dio media vuelta y se marchó con pasos firmes, dejándola con el corazón acelerado y una duda venenosa mordiéndole los pensamientos.

Camino a casa, Amelia intentó convencerse de que había sido un simple cruce de palabras, otra provocación más en su interminable lista de enfrentamientos con el futuro alfa. Pero, al cerrar los ojos esa noche, lo último que recordó no fue la sonrisa tranquila de Dorian…

sino la mirada abrasadora de Kael.

La luna llena estaba por alzarse.

Y el destino aguardaba, paciente y cruel.

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