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La luna lo ve todo.
Los ancianos cuentan que en el inicio, cuando los primeros lobos alzaron la cabeza hacia el cielo, la luna descendió con un pacto: “Cada alma nacerá con su reflejo en otra, y cuando ambas se encuentren, nada podrá separarlas. Este será mi don… y mi condena.”
Así nacieron los compañeros predestinados.
Y así también comenzaron las tragedias.
Porque el lazo era un regalo, pero también una cadena. Nadie elegía. Nadie decidía. La luna no pedía permiso; reclamaba lo que le pertenecía. Y en ese mandato, a veces había amor… pero otras, solo guerra.
Amelia había escuchado esas historias desde que tenía memoria. De niña, solía sentarse frente al fuego junto a Dorian, su vecino, su amigo, su primera certeza, y ambos escuchaban fascinados cómo los ancianos relataban las leyendas de lobos que encontraron a su pareja bajo la luna y supieron, en un solo segundo, que estaban destinados el uno al otro.
Ella solía reír y tomar la mano de Dorian, asegurando que ellos no tendrían que esperar a la luna. Que ya se conocían, que ya sabían. Y Dorian, siempre con esa sonrisa tranquila que la hacía sentir segura, asentía como si nada pudiera quebrar esa promesa.
Con el paso de los años, lo que comenzó como un juego se volvió un destino aceptado por todos. La hija del consejero y el hijo del Beta. Amelia y Dorian. El futuro beta y su pareja perfecta. Nadie lo cuestionaba. Nadie lo dudaba.
Pero el destino, cruel e impredecible, aguardaba en silencio.
En esa misma manada, bajo el mismo cielo, crecía Kael. Un joven marcado por la luna desde su nacimiento, señalado como el futuro alfa. Llevaba en la sangre la responsabilidad de guiar, proteger y mandar. Desde niño, su carácter era tan firme como las montañas y tan indomable como las tormentas.
Y entre él y Amelia siempre hubo chispas.
Nunca se imaginaron otra cosa que rivalidad. Amelia lo veía como un tirano arrogante que siempre buscaba corregirla. Kael la veía como una rebelde insolente que se negaba a entender su lugar. Y aun así, sin que ninguno lo admitiera, entre los dos siempre existió una fuerza invisible, un roce eléctrico que ninguno comprendía.
Dorian, ajeno a esa tensión, era el puente entre ellos. Amigo de ambos, pero hermano de Kael en el campo de batalla, confidente y sombra inseparable. Con él, Amelia reía. Con él, soñaba. Con él, se sentía segura.
El triángulo estaba trazado mucho antes de que la luna reclamara a cada uno.
El día del despertar de Amelia llegó a sus diecisiete años.
Todos sabían que esa noche, cuando la luna brillara sobre ella, su loba interior emergería. Y con ese despertar, la verdad sería revelada: quién era su pareja predestinada.
Amelia no dudaba. Creía con todo su corazón que sería Dorian. Lo miraba y veía al niño con quien había compartido secretos, al joven que le había robado un beso tímido, al amigo que la cuidaba en cada entrenamiento.
Lo amaba. ¿Qué otra respuesta podía haber?
Pero la luna no se rige por promesas humanas.
La transformación llegó como un rugido que desgarró su cuerpo y su alma. Amelia gritó, su piel ardió, sus huesos crujieron, y por fin, entre dolor y éxtasis, su loba nació. La manada aulló en celebración. Los ancianos proclamaron su fuerza. Dorian, con los ojos brillantes de orgullo, dio un paso hacia ella…
Y entonces ocurrió.
Los ojos de Amelia, ahora dorados y salvajes, se alzaron no hacia Dorian, sino hacia Kael.
Fue un segundo. Un instante. Una chispa.
El lazo se encendió como fuego en sus venas. Su loba rugió de reconocimiento, su corazón golpeó como un tambor. Kael, al otro extremo del claro, sintió lo mismo. Su lobo respondió con un impulso arrollador que lo obligó a dar un paso hacia ella, los puños cerrados, los colmillos apretados, luchando contra sí mismo.
Ninguno lo dijo en voz alta, pero ambos supieron lo que había ocurrido.
El mundo se detuvo.
Dorian, sin embargo, no lo vio en ese primer instante. Solo sonrió, creyendo que todo marchaba como debía. Creyendo que Amelia ya era suya.
Pero en el silencio de sus miradas, la luna había sellado otro destino.
Aquella noche, la celebración continuó. La manada festejó el despertar de la nueva loba, sin imaginar que entre sus líderes ardía un secreto capaz de quebrar todo lo que habían construido. Amelia fue llevada a descansar, Dorian permaneció a su lado como el prometido devoto que era, y Kael desapareció en el bosque, huyendo de un vínculo que lo quemaba vivo.
Sin embargo, los hilos ya estaban tejidos.
La luna no se equivoca.
Amelia, dividida entre la promesa y el instinto.
Lo que empezó como un juego de niños, ahora se transformaba en un triángulo mortal, donde cada decisión tendría un precio.
La luna observa.







