capítulo 4

Esperamos en el templo de la Diosa Luna hasta que los preparativos estuvieron listos. Afuera, la tarde se desvanecía con languidez, pero dentro de mí ardía un caos silencioso.

Las palabras de la esclava resonaban en mi mente como un eco envenenado:
“Alguien envenenó a tu padre…”

¿Y si era una trampa? ¿Si alguien la había enviado para sembrar desconfianza? ¿Cómo distinguir la verdad entre tantas sombras?

Podía fingir que mi prioridad era descifrar sus motivos o la amenaza detrás de sus ojos grises… pero no era cierto. No podía dejar de pensar en ella: en esa fortaleza que desafiaba su miseria, en la fragilidad de su cuerpo que parecía sostener un espíritu indomable. Era una obsesión peligrosa, y aun así, imposible de contener.

El ritual comenzó con las primeras estrellas. La manada se congregó alrededor de la cúpula de piedra ancestral, donde las llamas se elevaban hacia el cielo crepuscular.

Los aldeanos, vestidos con túnicas blancas bordadas con runas plateadas, formaron un círculo perfecto alrededor del fuego. Comenzaron a moverse al unísono, sus pies descalzos marcando un ritmo antiguo sobre la tierra.

La danza hablaba de ciclos eternos: de lunas que crecen y menguan, de vidas que terminan para que otras comiencen.

Entonces surgieron los cánticos, entrelazando voces que sonaban a viento entre los pinos y a río que fluye bajo la noche estrellada:

“Diosa Luna, madre de la noche,

recibe a este guerrero en tu manto de plata.

Que su espíritu corra libre por tus bosques,

que su valor brille en tus cielos estrellados.

Kharid, hijo de la montaña, Alfa de nuestro corazón,

que tu viaje sea ligero y tu descanso, eterno.”

Las llamas devoraron el cuerpo de mi padre con un respeto reverente.

Alrededor de la pira, los danzantes giraban una y otra vez, sus sombras proyectándose sobre los árboles como espíritus que venían a escoltar a uno de los suyos al más allá.

Cada rostro iluminado mostraba un dolor genuino, una pérdida compartida por toda la comunidad.

Fue entonces cuando mi madre rompió.

—Prometiste que vivirías más que yo… —su voz, al principio un hilo, se convirtió en un grito que desgarró los cánticos—. ¡Dijiste que los de tu especie sobrevivían generaciones! ¡Mentiroso! ¡Traidor!

Sus palabras cayeron como piedras sobre el silencio reverente. Se desplomó de rodillas frente al fuego, consumida por un dolor tan vasto que parecía devorar las llamas.

Los cánticos se detuvieron un instante, y en ese vacío solo se escuchó el crepitar del fuego y el sollozo de mi madre. Luego las voces regresaron, dulces, casi en plegaria, como si intentaran envolver su pena en un manto de consuelo.

No me atreví a tocarla. Ese quebranto era sagrado, y arrebatárselo habría sido una profanación.

Permaneció arrodillada ante los restos del hombre que amó, mientras la manada danzaba y cantaba, honrando al líder caído y protegiendo a la mujer humana que él había amado.

El amanecer tiñó el cielo de tonos pálidos e indiferentes, y cuando al fin me acerqué para ayudarla a levantarse, ella me sorprendió: se secó las lágrimas con el dorso de la mano y, aunque temblorosa, me tendió la suya.

—Se acabó, mi amor. Es hora de volver a casa.

La miré buscando a la mujer destrozada de horas antes, pero en su lugar encontré a la sobreviviente. El dolor había sido solo un paréntesis; ahora lo cerraba con dignidad.

—Sí —asentí, aunque en mi pecho todo seguía ardiendo.

Caminamos hacia el helicóptero que mi madre había solicitado.

A nuestro paso, los miembros de la manada se inclinaban levemente, tocándose el corazón con el puño en un gesto de respeto y despedida.

Entonces una figura pequeña se interpuso en el camino: mi hermana, con sus ojos grises inundados de un entendimiento prematuro.

—¿Te vas? —preguntó, con la voz quebrada.

—Sí. Es hora de volver.

—Pero prometiste que caminaríamos juntos…

La levanté en brazos, sintiendo su corazón acelerado contra mi pecho.

Desabroché la pulsera de cuero que siempre llevaba en la muñeca, aquella con mis iniciales grabadas, y se la deslicé en la manita.

—Guarda esto para mí. —Le di un papel doblado—. Es mi número. Escríbeme cuando quieras, a cualquier hora. Te prometo que responderé.

—¿En verdad?

—Te lo prometo. Y la próxima vez que venga, caminaremos todo lo que quieras.

Apretó la pulsera contra su pecho como si fuera el tesoro más valioso del mundo.

Rod nos escoltó con un grupo de guerreros hasta la zona de despegue.

—Gracias por permitirnos acompañarlos —dijo mi madre con voz neutra, más elocuente que cualquier temblor.

Él asintió y le entregó una mochila desgastada.

—Toma. Son algunas cosas que él quería que tuvieran.

Mi madre la recibió en silencio, como si ese peso sencillo contuviera ecos de toda una vida perdida.

Fue entonces, al mirar a mi hermana, que lo entendí realmente.

—Madre, me quedaré —dije con voz firme—. No iré contigo. Necesito entender este lugar… y entenderme a mí mismo.

Ella me miró, y para mi sorpresa vi comprensión, no enojo.

Sacó algo de su bolsillo y me lo tendió: un celular satelital.

—Cuando me necesites, llámame. No haré preguntas. Si alguna vez estás en peligro, marca 548 y el helicóptero vendrá por ti en una hora. Prometo no juzgarte, solo llegar.

Asentí, conmovido. Sabía lo que este lugar había significado para ella, y podía sentir la batalla interna detrás de su aparente calma.

Nos abrazamos, y supe que ese gesto contenía todo lo que las palabras no podían decir.

La vi partir.

El rugido de las aspas del helicóptero se llevó el humo, las cenizas y los últimos cánticos a la Diosa Luna.

Cerré los ojos, pero la imagen de la chica de cabello azabache regresó con fuerza.

Su mirada me perseguía: firme, insondable, peligrosa.

No lo sabía entonces, pero esa mirada me condenó mucho antes de que pudiera entenderlo.

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