Mundo ficciónIniciar sesiónEsperamos en el templo de la Diosa Luna hasta que los preparativos estuvieron listos. Afuera, la tarde se desvanecía con languidez, pero dentro de mí ardía un caos silencioso.
¿Y si era una trampa? ¿Si alguien la había enviado para sembrar desconfianza? ¿Cómo distinguir la verdad entre tantas sombras?
El ritual comenzó con las primeras estrellas. La manada se congregó alrededor de la cúpula de piedra ancestral, donde las llamas se elevaban hacia el cielo crepuscular.
Entonces surgieron los cánticos, entrelazando voces que sonaban a viento entre los pinos y a río que fluye bajo la noche estrellada:
“Diosa Luna, madre de la noche,
recibe a este guerrero en tu manto de plata.
Que su espíritu corra libre por tus bosques,
que su valor brille en tus cielos estrellados.
Kharid, hijo de la montaña, Alfa de nuestro corazón,
que tu viaje sea ligero y tu descanso, eterno.”
Las llamas devoraron el cuerpo de mi padre con un respeto reverente.
Fue entonces cuando mi madre rompió.
—Prometiste que vivirías más que yo… —su voz, al principio un hilo, se convirtió en un grito que desgarró los cánticos—. ¡Dijiste que los de tu especie sobrevivían generaciones! ¡Mentiroso! ¡Traidor!
Sus palabras cayeron como piedras sobre el silencio reverente. Se desplomó de rodillas frente al fuego, consumida por un dolor tan vasto que parecía devorar las llamas.
No me atreví a tocarla. Ese quebranto era sagrado, y arrebatárselo habría sido una profanación.
Permaneció arrodillada ante los restos del hombre que amó, mientras la manada danzaba y cantaba, honrando al líder caído y protegiendo a la mujer humana que él había amado.
—Se acabó, mi amor. Es hora de volver a casa.
La miré buscando a la mujer destrozada de horas antes, pero en su lugar encontré a la sobreviviente. El dolor había sido solo un paréntesis; ahora lo cerraba con dignidad.
—Sí —asentí, aunque en mi pecho todo seguía ardiendo.
Caminamos hacia el helicóptero que mi madre había solicitado.
—¿Te vas? —preguntó, con la voz quebrada.
La levanté en brazos, sintiendo su corazón acelerado contra mi pecho.
—Guarda esto para mí. —Le di un papel doblado—. Es mi número. Escríbeme cuando quieras, a cualquier hora. Te prometo que responderé.
Apretó la pulsera contra su pecho como si fuera el tesoro más valioso del mundo.
Rod nos escoltó con un grupo de guerreros hasta la zona de despegue.
Él asintió y le entregó una mochila desgastada.
Mi madre la recibió en silencio, como si ese peso sencillo contuviera ecos de toda una vida perdida.
—Madre, me quedaré —dije con voz firme—. No iré contigo. Necesito entender este lugar… y entenderme a mí mismo.
Ella me miró, y para mi sorpresa vi comprensión, no enojo.
Asentí, conmovido. Sabía lo que este lugar había significado para ella, y podía sentir la batalla interna detrás de su aparente calma.
La vi partir.
No lo sabía entonces, pero esa mirada me condenó mucho antes de que pudiera entenderlo.







