Llegamos a una celda que jamás había visto antes. No pertenecía a la zona usual de castigos ni a los calabozos donde encerraban a los ladrones; aquello era distinto… más silencioso, más oculto, más frío. Apenas cruzamos la puerta, supe que lo peor apenas empezaba.
Los guardias no perdieron tiempo.
—¿Lo envenenaste tú? —preguntó uno, golpeando la mesa con el puño—. ¿O viste quién lo hizo?
—¡No sé nada! —respondí, temblando.
Pero no les importó.
Trajeron un trapo empapado. Pude oler el agua antes de sentirla. Me sujetaron de los brazos, inclinaron mi cuerpo hacia atrás sobre una tabla áspera y el trapo cayó sobre mi cara. Al principio fue solo humedad… pero después el pánico me perforó el pecho como un puñal.
El aire desapareció.
La ausencia de oxígeno se convirtió en una quemadura interna, un fuego lento que me invadía la garganta y el pecho. La sensación de ahogarme me nubló la mente. Intenté gritar, pero solo tragaba el agua que me bajaba por la nariz y la boca. Sentía cómo cada segu