Azura entró a mi habitación como si pisara terreno prohibido. No me miraba directo; tenía las manos juntas frente al pecho, apretadas, como si temiera que alguien pudiera regañarla por respirar demasiado fuerte.
Yo tampoco sabía cómo empezar.
Ser duro no era lo mío. Pero la manada no entendería otra cosa. Y ella… ella tenía que entender que desde hoy su vida cambiaría por completo.
Tragué saliva y forcé la voz a salir más áspera de lo que pretendía.
—Desde hoy… eres mía.
Azura se tensó como si hubiera recibido una descarga eléctrica.
Sus ojos se abrieron de golpe, alarmados, casi asustados.
—Joven amo, yo… —empezó a balbucear, roja, nerviosa, confundida— si usted desea… yo puedo…
Mierda.
Me di cuenta inmediatamente de a dónde habían ido sus pensamientos.
Levanté una mano para callarla.
—No malinterpretes —dije rápido, demasiado rápido—. No es eso.
Ella parpadeó, sorprendida, como si hubiera estado conteniendo la respiración para algo que temía.
Suspiré y señalé mi desastre de cuarto.