Luna
El amanecer se filtraba por las cortinas de la habitación principal, dibujando patrones dorados sobre las sábanas revueltas. Luna abrió los ojos lentamente, sintiendo cada músculo de su cuerpo protestar ante el más mínimo movimiento. La batalla había dejado marcas en todos ellos, cicatrices visibles e invisibles que tardarían en sanar.
Se incorporó con dificultad, apoyándose en sus codos. El vendaje que cubría su costado estaba manchado de un tenue color rojizo. La herida había sido profunda, pero gracias a su naturaleza de loba, sanaría completamente en pocos días. Sin embargo, las heridas del alma siempre tardaban más en cicatrizar.
—Deberías seguir descansando —la voz de Zane sonó desde el umbral de la puerta. Llevaba una bandeja con té caliente y algunas frutas frescas.
Luna intentó sonreír, pero el gesto se quedó a medio camino.
—No puedo quedarme quieta sabiendo que hay tanto por hacer —respondió, observando cómo él se acercaba y dejaba la bandeja sobre la mesita de noche—.