La noche caía sobre la ciudad como una sábana de humo denso, teñida de luces anaranjadas y murmullos lejanos. Ángel caminaba por calles que conocía de memoria, pero que ahora le parecían ajenas, como si las huellas de su vida se hubieran borrado con cada paso mal dado. Llevaba una capucha puesta, no por el frío, sino por el miedo y no miedo a la muerte, sino al juicio. Al de los otros, sí, pero sobre todo al suyo propio.
No era cobarde, nunca lo fue Pero hay momentos en los que no se puede hacer otra cosa que retroceder, aunque duela, aunque escueza en el pecho como sal en una herida abierta.No podía dejar de pensar en que las cosas se pusieron feas y la presencia de esa mujer misteriosa—la que lo “ayudó”— lo cambió todoSabía que la próxima vez no sería solo un susto: iba a ser su final.Y eso, curiosamente mucho, no le importaba.No tenía miedo de morir. Sabía, sentía, que quizás había una bala con su nombre esperándolo en alguna esquina