Esa mañana del 15 de abril amaneció con un frío distinto. No era solo el clima; era algo más, una carga invisible que flotaba entre los árboles desnudos y el asfalto húmedo. El otoño no solo se sentía: pesaba. Era una de esas mañanas en las que el aire parece guardar secretos, y el tiempo camina con pasos silenciosos, como si supiera que algo está a punto de romperse.
William llevaba más de media hora parado en la esquina de la calle Victoria. No tenía una razón laboral, ni una cita, ni una excusa social para estar ahí. Solo lo guiaba una corazonada, un presentimiento que le venía creciendo por dentro como una enfermedad callada. La ansiedad le hervía en las manos, que sudaban dentro del abrigo a pesar del viento helado. Su cuello estaba rígido y el ceño fruncido desde que salió de casa. Caminaba en círculos cortos, como un animal acorralado por sus propios pensamientos.
Sabía que Ángel pasaba por ahí todos los días. Misma hora, mismo camino... como un ri