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CAPITULO 29: La espera

El tiempo, sin piedad continuaba su marcha y con él, la tristeza de Ángel no hacía más que crecer.

Cada día era una repetición del anterior, una cadena de horas vacías que solo servían para alimentar su melancolía.

El paso de los días no traía consuelo ni olvido, solo acumulaba ausencias, recuerdos y preguntas sin respuesta.

Las semanas se convirtieron en meses, y la ausencia de Coromoto lo envolvía como una niebla espesa e impenetrable.

Cada amanecer llegaba sin esperanza, con el mismo nudo en el estómago, la misma sensación de desamparo.

Se despertaba con los ojos abiertos al techo, como esperando una señal, un indicio de que ella regresaría, de que todo había sido una pesadilla. Pero nada cambiaba.

El vacío era constante, inamovible.

El teléfono seguía mudo, los mensajes sin respuesta, y la búsqueda que había iniciado no había dado frutos.

Las pistas se desvanecían, los contactos cerraban puertas, los conocidos fingían ignorancia.

Nadie sabía nada sobre su paradero, o quizás nadie quería decírselo, Tal vez era más fácil para todos seguir adelante, fingir que ella nunca había estado y que el amor que los unía nunca existió.

Ángel había dejado de esperar que su amor por ella fuera suficiente para que Coromoto regresara.

La realidad era más dura de lo que alguna vez imaginó: el amor, por más fuerte que fuera, no siempre era un puente que lograba unir dos almas separadas.

El dolor de la incertidumbre lo consumía por dentro, como un fuego lento, persistente. Sin embargo, a pesar de todo, su amor por ella nunca se desvaneció, seguía ardiendo silenciosamente en su pecho.

No podía dejar de pensar en ella, ni siquiera cuando intentaba distraerse en el trabajo o con sus amigos.

Todo le recordaba a Coromoto: una canción, un aroma, la forma en que la luz entraba por la ventana.

La imagen de su rostro, su risa, sus ojos llenos de vida, seguía siendo la misma del primer día en que se conocieron.

Era un recuerdo que se negaba a desvanecerse.

Su amor por Coromoto no había cambiado, aunque la esperanza en su regreso se desmoronaba poco a poco.

La espera se transformaba en resignación, pero la llama seguía viva, aunque temblorosa, en lo más profundo de su ser. cada día era un ejercicio de resistencia emocional.

Fue una tarde cualquiera, cuando Ángel, agotado por la rutina de la vida diaria, salió del trabajo y decidió caminar sin rumbo fijo.

No pensaba en llegar a ningún lugar.

Solo necesitaba aire, escapar de sí mismo, de sus pensamientos, de las paredes invisibles que lo apretaban sin tocarlo.

Necesitaba aire, necesitaba escapar de la prisión en que se había convertido su mente.

Mientras caminaba por las calles grises, sumido en su mundo interior, sin rumbo ni intención, algo en el ambiente cambió.

Una brisa distinta, un murmullo entre el ruido urbano... Y entonces, levantó la vista.

Y ahí estaba, a lo lejos, en la esquina de una calle cualquiera...Coromoto.

Por un segundo, pensó que su mente le jugaba una mala pasada, Pero no.

!Era ella!.

Su silueta inconfundible, su andar pausado.

El corazón de Ángel dio un salto descontrolado.

Su corazón dio un salto, pero al mirar con más atención, notó que no estaba sola, el golpe fue inmediato.

William, su esposo, estaba junto a ella y con ellos, sus pequeños hijos.

La escena parecía sacada de una postal familiar, tan ajena a su dolor que dolía aún más.

William, su esposo estaba junto a ella y sus hijos, como si nada de lo ocurrido hubiera sucedido.

La familia caminaba unida, entre risas y gestos cariñosos.

La aparente felicidad que irradiaban hacía que el mundo de Ángel se tambaleara aún más. Todo lo vivido con Coromoto parecía desdibujarse frente a esa imagen.

Coromoto, vestida con ropa sencilla pero radiante, caminaba con su esposo a su lado, sin mostrar señales de lo que había pasado entre ellos.

No había en ella rastros de tristeza, ni una mirada al pasado, ni un gesto que delatara el torbellino de emociones que alguna vez compartieron.

Solo serenidad.

El mundo de Ángel se detuvo en ese instante.

Por un momento, todo lo que conocía se desmoronó, como un castillo de cartas derribado por una ráfaga de viento.

El presente se volvió irreal. sus piernas se quedaron inmóviles, incapaces de reaccionar ante lo que veía.

No entendía. ¿Cómo era posible que ella hubiera elegido seguir con William después de todo? ¿Qué había sucedido realmente? ¿Cómo podía estar tan tranquila? ¿Acaso no sentía el mismo dolor que él?

Desde donde él estaba, Coromoto no parecía triste ni angustiada.

Su sonrisa, aunque discreta, parecía genuina. William caminaba relajado a su lado y no había rastros de la tensión que Ángel alguna vez presenció en ella, y los niños, inocentes, ajenos a todo, reían y jugaban sin preocuparse por nada.

Era como si nunca hubiera habido nada que los separara.

Como si el tiempo, los secretos y las decisiones que marcaron sus vidas no existieran. Todo era tan perfectamente normal que dolía.

Ángel se quedó allí, parado en medio de la acera, mirando la escena con el corazón hecho trizas.

No podía procesar lo que veía, ni entender por qué Coromoto había elegido esa vida, una vida que, aunque aparentemente tranquila, parecía negarlo por completo, como si él nunca hubiera existido.

La rabia, la impotencia, la tristeza… todo se mezcló en su pecho.

Quería correr hacia ella, pedirle explicaciones, exigir una verdad. Pero algo en su interior, le dijo que no debía hacerlo...que no era su lugar, ya no lo era.

No quería ser un intruso en su vida.

No quería arrastrarla a un nuevo conflicto. Y aunque el dolor lo consumía, sabía que no podía juzgarla.

Ella había tomado su decisión, una decisión que lo dejaba fuera, aunque le rompiera el alma.

Mientras los veía alejarse, con los niños saltando alrededor de ellos, Ángel cerró los ojos con fuerza.

El viento le acarició el rostro, frío y suave, como un susurro del destino recordándole todo lo que había perdido.

Coromoto ya había tomado la decisión de quedarse con William.

Quizás por el bienestar de sus hijos, pensó Ángel. Aunque no podía comprender cómo alguien podía poner eso por encima de su propia felicidad. Pero entendía, aunque le doliera, que el amor, el miedo y la culpa podían ser cadenas poderosas.

Tal vez ella había decidido que no podía seguir adelante, que no podía romper el círculo.

Tal vez la carga del pasado la mantenía anclada, quizás esa era su forma de redención.

Ángel no lo sabía. Solo podía suponer, imaginar. ya que nunca sabría la verdad completa.

Él dio media vuelta y comenzó a caminar sin rumbo.

Sus pasos eran pesados, arrastrando una pena que lo hundía más con cada metro. Y mientras se alejaba, la imagen de Coromoto y su familia seguía apareciendo frente a él como una película interminable, una película en la que él ya no tenía cabida.

Ya no podía esperar más.

Sabía que Coromoto había elegido su camino, y aunque su corazón le gritara que luchara, su mente entendía que debía soltar. A veces, el amor no basta para cambiar el curso de las cosas, a veces, hay que aceptar que lo que uno quiere no siempre se alinea con lo que el destino tiene preparado. Y en esa aceptación, dolorosa pero necesaria, comenzaba a tejerse la idea de seguir adelante, aunque el alma siguiera mirando hacia atrás.

El sol comenzaba a ponerse, tiñendo el cielo con colores cálidos, pero Ángel ya no veía belleza en eso.

Solo veía la partida de Coromoto, la despedida que nunca fue pronunciada, el amor que se evaporaba como un suspiro bajo la brisa de la tarde. Ahora, en su corazón, solo quedaba una espera silenciosa.

Un duelo que no se anunciaba con lágrimas, sino con ausencias.

Un dolor que no desaparecería, pero que, quizás, con el paso del tiempo, se volvería más fácil de llevar.

La despedida ya estaba hecha, aunque nunca hubo palabras para sellarla.

El amor había sido real, profundo, intenso. Pero el destino, había elegido otro camino para ellos y Ángel, con el alma rota, solo podía desear, en el silencio de su alma, que algún día él al igual que Coromoto pudiera encontrar también su propia paz.

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