47.
Mi descenso fue rápido y doloroso. Mis manos, ya magulladas, se quemaban con la fricción. Creí haber calculado bien la longitud, pero la ropa, al estirarse y apretarse, resultó ser engañosamente corta.
Sin embargo pronto me encuentro con el final de la cuerda de tela sin llegar al suelo. Aún me faltaban unos tres metros para tocar tierra. Era demasiado lejos para saltar sin riesgo de una fractura grave.
— ¡Maldición! — Maldije en voz baja, la frustración me inundó.
Quedé colgando, inmóvil. La furiosa brisa nocturna empieza a mecerme ligeramente, haciendo que girara lentamente en el aire. El pánico regresó: la soga empieza a ceder y sentí un pequeño crujido en la tela, una advertencia de que la ropa para Isabela no aguantaría mucho más.
Sabía que no podía quedarme colgada. Tenía que soltarme y esperar que el impacto no fuera fatal. Sin embargo, la peor parte llegó cuando estaba por desprenderme y una luz aterradora me cegó de repente.
Una intensa luz blanca que me apuntó directamente.