40.
Todo mi mundo se había reducido al calor del cuerpo de Alejandro apretado contra el mío, a la forma en que sus manos me agarraron la cintura con una urgencia que me hizo arquear la espalda contra la barandilla de hierro forjado. Sus labios encontraron los míos en un beso que no era tierno ni dulce, sino hambriento, casi violento, como si lleváramos años sin tocarnos en lugar de las pocas horas que habíamos estado separados.
— Joder, Ámber — gruñó contra mi boca, su aliento caliente mezclándose con el mío—. Cada vez que te tengo cerca, pierdo el puto control.
No respondí con palabras. En lugar de eso, deslicé mis dedos bajo el dobladillo de su camisa, sintiendo cómo sus abdominales se tensaban bajo mi tacto. Su piel estaba ardiente, como si llevara el sol metido bajo la epidermis, y el vello fino que cubría su torso se erizaba al contacto con mis uñas. Subí las manos, trazando el contorno de sus pectorales, deteniéndome justo sobre sus pectorales. Alejandro jadeó cuando lo pellizqué, u