26.

— Entonces no lo hagamos — murmuró, su aliento caliente rozando mi oreja antes de que sus labios se posaran en el lóbulo, apenas un segundo, pero suficiente para que un escalofrío me recorriera la espalda. Sus dedos se clavaron en mi cadera, posesivos, como si ya supiera que no iba a resistirme. Y no lo hice.

En ese momento, solo me importaba el modo en que su pecho se pegó al mío, cómo mis pechos se aplastaron contra él a través de la blusa de seda. Mis manos actuaron por instinto: el cinturón de cuero negro de Alejandro crujó cuando lo desabroché con dedos que no podían dejar de temblar, y el sonido del metal al soltar la hebilla resonó en el silencio de la oficina como un disparo.

— No aquí — jadeo, pero no sonó como una negación. Sonó como un desafío. Como si supiera que eso solo lo excitaba más.

— Sí, aquí — me susurró al oído, mordiéndome el lóbulo con suficiente fuerza para que sintiera el dolor mezclado con el placer —. Ahora mismo. Contra esta puta pared.

Mis uñas rasgaron el
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