Dulce Secreto: Amor entre Harina y Trajes de Negocios
Dulce Secreto: Amor entre Harina y Trajes de Negocios
Por: Emi Torres
CAPÍTULO 1: LA PROPUESTA QUE NO QUERÍA

Elena

La mañana huele a vainilla y mantequilla tostada. Estoy acomodando fresas sobre un bizcocho tres leches cuando Lucía me empuja con el codo y me saca una risa que no puedo contener. Me hace bromas sobre “mi marido fugitivo”, como le dice en chiste a Jacob cada vez que él desaparece de madrugada a buscar oportunidades de trabajo. Río y suspiro porque lo extraño; llevamos seis meses casados y todavía me estremezco cuando recuerdo su voz en mi oído y el modo en que me miraba anoche, antes de irse “por dos días”. Me prometió que esta vez regresará con algo seguro. Yo le creo, porque siempre lo hago.

La campanilla de la puerta suena y, sin saber por qué, se me enfría la nuca. Entro al área de venta con la sonrisa automática que pongo a los clientes, pero la sonrisa se me quiebra al verlos. Una mujer rubia, impecable, con un vestido crema sin una arruga y un hombre alto de traje oscuro y con mirada de acero. No parecen entrar a comprar pan, más bien parecen entrar a evaluar una subasta. La mujer recorre el local con los ojos como si midiera el precio de cada cosa, desde el azulejo del piso hasta mis manos enharinadas.

—Buenos días —digo, secándome discretamente en el delantal—. ¿En qué puedo servirles?

La mujer me sostiene la mirada con una cortesía que lastima.

—Sonya Hastings —se presenta, como si su nombre fuera una tarjeta de visita que todo el mundo debería reconocer. Señala al hombre con un gesto mínimo—. Mi esposo, Douglas.

¿Hastings? No, eso no puede ser. Jacob siempre me dijo que no tenía padres y que creció solo. Que la familia para él es lo que estamos construyendo juntos. Trago saliva; siento que Lucía se queda quieta detrás de la cortina de la cocina.

—Mucho gusto —logro decir, aunque mi voz sale aguda y temblorosa. Los latidos de mi corazón se disparan de inmediato—. ¿Quieren pasar, sentarse, tomar un café?

—No, gracias —responde Sonya con una sonrisa breve, educada y absolutamente ausente—. No hemos venido por café.

Douglas observa en silencio. Sonya apoya una carpeta manila sobre la vitrina como quien deja un obsequio, abre la solapa con sus uñas perfectas, y desliza un fajo de hojas hacia mí.

—Venimos a simplificarte la vida, Elena —dice, pronunciando mi nombre como si supiera demasiado de mí—. Sabemos que te casaste con mi hijo.

El mundo entero se me detiene en el pecho.

—No entiendo… ¿su hijo? Jacob dijo que sus padres murieron.

Su madre suelta una risa burlona.

—Jacob Hastings —interviene entonces Douglas, con un tono pausado que no necesita subir para sonar autoritario—. Es nuestro único hijo y por supuesto que no estamos muertos.

El aire huele de pronto a quemado. Me aferro al mostrador. Jacob me dijo que no tenía padres, me lo dijo con esa seriedad eficaz que tiene cuando no quiere hablar de algo y lo repitió más de una vez.

—Debe haber un error —respondo, clavando la vista en las hojas—. Jacob… Jacob nunca me habló de ustedes.

—Claro que no —Sonya inclina apenas la cabeza con compasión fingida—. Seguramente porque se avergüenza de ti. Sabe que una chica de tu posición jamás podría ser digna de él. Te engañó desde el principio, haciéndote creer que tenías un lugar a su lado… cuando en realidad nunca lo tuviste.

—Nuestro hijo —añade Douglas— no está preparado para pasar el resto de su vida en este barrio, ni mucho menos para renunciar a su futuro por un capricho.

La palabra capricho me araña. Me enderezo.

—Jacob me ama —digo, y suena más a defensa que a afirmación—. Si hay algo que hablar, quiero hablarlo con él.

—Por supuesto —responde Sonya, serena—. Pero antes, conviene que entiendas que él no está enamorado. Se casó contigo para llevarnos la contraria. Sucede en todas las familias. Alguien joven, una decisión impulsiva, un matrimonio inconveniente. —Se encoge de hombros con elegancia—. No hay tragedia en admitir un error, lo práctico es corregirlo.

Empuja un documento con el índice. Mi nombre aparece completo, “Elena Baker”, varias veces. Leo la palabra “divorcio” y siento que me truenan los oídos.

—Aquí tienes —dice Sonya—. Lo firmas y nos encargamos de todo. Discreción, rapidez, cero escándalos. Además, una compensación razonable para que puedas empezar en otro lugar. Lejos de… —su sonrisa no se mueve, pero sus ojos sí— …esto.

Miro alrededor como si el local hubiera dejado de ser mío. La pizarra con el menú del día; el pastel de zanahoria que decoré hace quince minutos; las flores baratas en el frasco de mermelada; todo de pronto se siente pequeño bajo su mirada. Respiro hondo.

—Si quieren hablar de mi matrimonio —digo, y cuido que la voz no me tiemble—, quiero a Jacob aquí. No firmo nada sin él y no acepto su dinero.

La primera sombra de molestia cruza los ojos de Sonya. Se alisa el guante invisible de la paciencia.

—Comprendo que te cueste. —Su tono no cambia—. Pero escucha lo que te digo: si no cooperas, tu vida y la de los tuyos se volverá impracticable. No nos obligues a ser… persistentes.

—Se llama proteger a la familia, Elena —agrega Douglas, como si diera un consejo—. Y tú no eres familia.

La frase me corta la respiración. No respondo, no les doy el gusto de verme flaquear. Sonya cierra la carpeta, la recoge con la misma perfección con la que la dejó y ofrece una despedida que ni roza la amabilidad.

—Piénsalo. Te buscaremos mañana.

Se van. La campanilla suena otra vez y el silencio cae pesado. Me apoyo en la vitrina porque las piernas me tiemblan, Lucía asoma desde la cocina con los ojos grandes.

—¿Qué caraj0s fue eso? —susurra, y en su voz hay rabia y miedo—. ¿Eran… los papás de Jacob?

Asiento, apenas. La primera lágrima me cae y no sé si es de furia o de vergüenza.

—Me dijo que no tenía padres —susurro—. Me lo dijo. Juró que… —me muerdo el labio; la voz se me rompe—. No entiendo nada.

Lucía salta del lado de allá y me abraza. Huele a canela y a delantal limpio.

—Tienes que hablar con él —dice apretándome—. Sea lo que sea, no puedes dejar que te atropellen. Ese tono… esas amenazas. No.

—Está de viaje —respondo, limpiándome con el dorso de la mano—. Dijo que iba a buscar trabajo y regresaba en dos días. Quiero verlo a la cara y preguntarle quién es. Quiero… —No termino. Lo que quiero es que me diga que todo esto es una locura, una broma de mal gusto.

Lucía aprieta la boca con una mueca muy suya. La hace cuando está conteniendo un insulto.

—Te quedas conmigo hoy. No quiero que pases la noche sola con esa gente rondando.

Asiento, pero trabajo en automático el resto del día. En la tarde, cuando cierro la caja, el olor dulce del local se mezcla con un sabor metálico en mi lengua. Cada vez que escucho la campanilla, el corazón se me dispara como si estuvieran regresando.

Me acuesto en el sofá de Lucía con la ropa de trabajo. Le mando un mensaje a Jacob: “Te necesito. Llama cuando puedas”. Me duermo mirando la pantalla, esperando el zumbido que no llega. Amanece con la luz blanca de Florida colándose por la cortina de flores de Lucía y me levanto con los ojos hinchados pero el pulso firme: hoy voy a sostenerme.

Llego temprano a la panadería. La llave gira y la puerta no abre, me freno y vuelvo a intentar, pero nada, no puedo. Mis tíos están en la acera, sentados en los escalones, y mi tía se tapa la boca con un pañuelo. Mi tío mira el piso como si estuviera vacío.

—¿Qué pasa? —pregunto. Mi voz se oye lejos.

—Nos… nos vendieron —dice mi tía, y rompe en llanto—. El dueño del edificio lo vendió anoche. Llegaron con papeles y dicen que hoy tenemos que entregar las llaves. Que… que ya no es nuestro.

—¿Cómo que lo vendió? —me arde la cara—. ¿A quién?

Mi tío levanta la mirada y la palabra le tiembla.

—A unos… Hastings, algo así dijo.

Se me aflojan las manos y las llaves caen al suelo con un tintineo absurdo. Hastings. Siento la amenaza de Sonya en la nuca, como si me soplara. “No nos obligues a ser persistentes”.

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