Jacob miró a Owen, luego a Isabella, y algo en su expresión se endureció. Con un gesto débil pero implacable, señaló a la enfermera.
—Fuera... todos—Su voz era un susurro áspero, pero la orden fue clara.
Owen se aferró al barandal de la cama, los nudillos blancos:
—Jake, no, por favor, déjanos
—¡FUERA! —El grito rasgó la garganta de Jacob, seguido de un acceso de tos que manchó la sábana de rosa. El monitor cardiaco pitó en protesta. ¡BIIIIP-BIIIIP!
—Dolor... quema ... no los quiero aquí —Murmuró, cerrando los ojos, agotado.
Isabella sintió el golpe como un puñal. ¿"No los quiero"? ¿A ambos? Vio el rostro de Owen descomponerse, la esperanza convertida en ceniza. Él se tambaleó, como si las piernas le hubieran fallado, y se desplomó contra la pared, desmoronándose en silencio, una estatua de sal y dolor.
Isabella condujo a un Owen catatónico de regreso al apartamento. Lo llevó al sofá, le sirvió agua que él no tocó. La habitación, antes cálida, era ahora una tumba de recuerdos felices