El retumbar del reguetón atravesaba mi pecho como si fueran descargas eléctricas. El Wild Forest hervía entre luces verdes, rojas y violetas; humo artificial inundaba la pista donde cuerpos sudorosos se rozaban sin pudor. Afuera seguro pasaba la medianoche, pero adentro el tiempo se había convertido en un animal salvaje: jadeaba, rugía y me consumía.
—¡Salud, perraaa!
Iván chocó su vaso contra el mío y nos tragamos otro shot de tequila, de golpe. El ardor que me quemó la garganta, al principio de la noche, se convirtió en un mero cosquilleo. Reí, encantada.
Él tenía razón, necesitaba esta noche. Necesitaba cada uno de los tragos, pero sobre todo, necesitaba dejar de pensar en ese güerito insufrible.
El alcohol se había encargado de apagar esa rabia que me tenía los nervios de punta desde aquella noche en el apartamento, cuando ese imbécil me trató como basura. Otro trago. Recordé la forma en que me ignoró, toda la maldita tarde, durante su visita al circuito.
Pinche güerito.
—Amiga, r