La luz del día se filtraba a través de mis párpados, pero la suavidad de la cama me seducía. No quería pararme. Sin embargo, justo por ese brillo abrí los ojos, alarmada.
¿Por qué Iván no vino a buscarme para correr?
Mi boca estaba reseca, la lengua pegajosa como si hubiera tragado arena. Jalé la sábana… ¿gris? Me cubría hasta el pecho y descubrí un parche transparente del que salía una manguera conectada a una bolsa de suero aplastada y vacía que colgaba de un soporte junto a la cama.
Barrí con la vista aquella habitación elegante, pero fría y carente de vida. La visión me temblaba en los bordes, como si estuviera borracha. Aunque el mareo me obligó a parpadear varias veces, alcancé a fijar la mirada en la ciudad que se veía demasiado pequeña desde esa altura.
—¿Qué pinche mamada? ¿Estoy en un hospital de lujo?
Mi estómago se contrajo por el miedo y también por un retortijón ácido, náusea. Volví a pensar en Iván. Encontré mi celular sobre la mesa de noche, lo desbloqueé y quedé boqui