—Kevin… —apenas susurré.
Ni siquiera me miró al pasar hacia su armario. Lo llamé otra vez. La respuesta fue igual: un silencio más cortante que cualquier palabra. Un temblor me recorrió entera; quise acercarme, pero mis piernas no respondieron.
—Dúchate. El baño está ahí. —Se vistió con ropa de gimnasio sin mirarme—. Prepararé algo… supongo.
—Kevin…
Me entregó una toalla limpia. No dijo nada, pero sus ojos eran una tormenta, y mi pecho se contrajo.
—Usa cualquier cosa del armario. Tu mejor amigo viene a buscarte.
—¿Seguirás ignorándome?
Nada. Solo un silencio que pesaba toneladas.
—Kevin, por favor… Lo siento.
Ni un gesto. La puerta se cerró tras él y mi corazón se encogió. Sus palabras aún rebotaban en mi cabeza. Me sentía como un monstruo: nunca imaginé que detrás de un simple apodo se escondiera una herida tan profunda que él no era capaz de compartir.
Cerré los ojos al notar una lágrima escurrirse. Tras un suspiro largo me metí al baño. El espejo me devolvió la imagen de un desast