Me ardía la cara. El gesto inquisidor de Iván provocaba escalofríos, pero en sus ojos brillaba demasiado claro su hambre de chisme. Traté de disimular la estúpida sonrisa que intentaba asomarse y pasé de él, como si nada.
—¡Me asustaste, Iván!
—Así tendrás la conciencia —replicó, siguiéndome hasta mi dormitorio. Una risita se me escapó.
—Bien, no vi al señor Murano… o al menos, no a ese.
Fui directo al baño a preparar la bañera. Necesitaba hundirme en agua caliente y perfumada, sacarme la arena de la playa, borrar de mi piel todo lo que ese chico me había hecho sentir.
—Si no me dices, ni me entero, fíjate —ironizó Iván, recostado en el marco de la puerta—. Fel, desapareciste desde la una de la tarde, ni contestabas el celular. Y ahora llegas a las diez de la noche, arenosa y despeinada, encima acompañada del enfermero papucho. ¡Felicia, cuéntame el chisme completo, o grito!
No pude contener la risa por su drama.
—Cuando llegué a Murano, Kevin me interceptó. Admitió que fue él y no su