AIDAN
No sentí el frío al salir. Solo el ardor.
El que me quemaba por dentro desde que la dejé en esa cama.
Corríamos sin hablar.
Emmanuel, en su forma de lobo, avanzaba como un rayo.
Yo iba a su lado, esquivando ramas, raíces, sombras. Sus patas no hacían ruido sobre la tierra, pero yo sí. Podía sentir cómo el bosque se abría para él y se resistía a mí. Porque yo no era parte de ese mundo. Nunca lo fui.
Mi respiración era constante, profunda, aunque mi cuerpo aún ardía. No solo por el esfuerzo. Lois.
Su olor seguía en mi piel. Su sangre en mi lengua.
Me dolía la boca. Me dolía el cuello donde la había besado. Me dolía el pecho de tanto contener.
Ella es mi hogar, pensé.
Cada paso me alejaba de ese hogar.
Emmanuel giró bruscamente a la derecha y yo lo seguí sin dudar. Bajamos por una pendiente, pasamos un riachuelo, subimos un sendero que parecía hecho solo para él. Lo conocía todo.
Yo no conocía nada.
Solo el sabor de Lois, su voz pidiéndome que me cuidara, su cuerpo temblando en mis