LOIS
El vestido era simple, de tela ligera, con flores pequeñas bordadas en tonos crema y dorado. Caía hasta mis rodillas, suelto, casi etéreo, como si no estuviera hecho para esta tierra sino para un sueño, era hermoso, el vestido más bello que había tenido en toda mi vida.
Emmanuel lo dejó sobre mi cama sin decir nada, y Ezequiel fue quien recogió mi cabello en una trenza alta que no me apretaba. Ninguno de los dos me explicó a dónde íbamos, solo tomaron mis manos y me sacaron al exterior.
La luz era cálida. No como la del sol del mediodía, sino como la de las horas previas al ocaso, cuando todo parece más suave, más dorado.
El aire olía a hierbas y a fuego controlado, como si en algún rincón lejano alguien estuviera preparando té y pan. Sentí una punzada en el pecho. Era demasiado bonito.
Caminábamos por un sendero de piedra pulida que serpenteaba entre casas amplias, de madera y piedra volcánica, con techos en forma de alas extendidas. La arquitectura no era agresiva, pero imponía