Por razones que ni yo misma entendía del todo, le creí. Desde que lo conocí, él siempre estuvo tan atento a mí, protegiéndome de peligros que ni yo misma sabía que existían.
Dejé que me llevara. Sus manos repartían caricias en mis hombros, mientras caminaba a pequeños y titubeantes pasos. Escuché que abrió la puerta y noté el resplandor del sol sobre mi rostro. El calor se sintió reconfortante, pues el castillo solía estar a temperaturas demasiado bajas.
—Abre los ojos —ordenó.
Sus manos me abandonaron. Noté como se alejó, lo suficiente como para dejarme por mi cuenta. Con un respiro profundo, comencé a abrir los ojos lentamente. Al principio no fui capaz de enfocar, cegada por la luz del sol, sin embargo, tras parpadear un par de veces, mi boca se abrió antes de que me diera cuenta. Di una vuelta en mi propio eje, admirando con detalle cada parte del inmenso jardín.
Rosas.
Rosas rojas por doquier. Las más hermosas que jamás había visto. Era un lugar hermoso, lleno de luz y claridad.