10:00 AM — Roma, Italia.
La oficina del Ministerio Público olía a papel viejo y café recalentado. La luz de la mañana entraba fría por los ventanales, dibujando rectángulos grises sobre el escritorio de la fiscal Claudia Renzi. Su taza temblaba en la mano mientras repasaba expedientes; era su tercer café del día y las letras empezaban a bailar.
Entonces apareció el asunto en su bandeja: “Pruebas - Caso Alessandro Strozzi - URGENTE”. Un detalle seco, clínico, que le recorrió la nuca con un escalofrío. Abrió el correo con la profesionalidad de alguien que sabe que las sorpresas en su trabajo rara vez traen buenas noticias.
Los adjuntos eran una lluvia de evidencia: transferencias con rutas que mordían fronteras, correos internos con lenguaje críptico, audios en los que voces conservadas en el tiempo comentaban pagos y favores, contratos con firmas que, a simple vista, parecían legítimas.
Claudia sintió que la habitación se reducía: la silla, la luz, el zumbido del fluorescente, todo se