La noche descendía como un presagio sobre los árboles de la espesura. Una brisa helada se colaba entre los troncos, cargada de murmullos que no provenían del viento. Ailén lo sintió en los huesos: algo estaba cambiando. Otra vez.
Desde su encuentro con el relicario, Kaor había empezado a distanciarse. Su cuerpo ardía por dentro con un fuego que no era fiebre común. Las venas de su cuello comenzaban a marcarse con filamentos oscuros, como si el artefacto que custodiaba estuviese quemando su esencia desde el interior. No lo decía, pero Ailén lo veía. Y lo sentía cada vez que dormían cerca: ese extraño resplandor pálido, esa energía que no le pertenecía.
—Kaor... ¿te duele? —le susurró una noche, cuando él se encogía sobre sí mismo, la mandíbula tensa.
—No es dolor. Es... como si me estuviera vaciando para contener algo más grande. Algo que no entiendo.
Ailén tragó saliva. Sus propias pesadillas volvían, pero no como sueños, sino como visiones sueltas. Fragmentos. Gritos en una lengua qu