El aire del amanecer olía a hierro y polvo. Desde la ventana de la pequeña posada, Luca observaba las sombras moverse en las calles: hombres armados que hablaban entre sí, revisando cada puerta, cada esquina.
—Ya están aquí —murmuró, con el rifle apretado entre las manos.
Eva se levantó de la cama, aún con el corazón latiendo desbocado tras la intimidad de la noche anterior. Se cubrió con una manta y se acercó a la mesa donde descansaba la carpeta, su condena y su salvación. La tomó con firmeza.
—Entonces no hay tiempo que perder.
Mateo cerró la puerta con suavidad, girándose hacia el grupo.
—Hay una salida trasera, hacia las callejuelas. Si nos movemos ahora, tal vez podamos llegar a los establos y tomar caballos.
Marina abrazaba a Santiago, que apenas reaccionaba, sudando y murmurando incoherencias.
—No podemos correr con él en este estado…
—Lo llevaremos —dijo Eva con firmeza.
—¡Nos ralentizará! —replicó Mateo.
Luca intervino de inmediato, su voz cargada de furia contenida.
—¡No se