La madrugada llegó cargada de viento frío. El fuego se había apagado, y solo quedaban brasas agonizantes que apenas iluminaban los rostros cansados. Eva despertó de golpe, con la sensación de que algo no estaba bien.
El silencio era distinto. Demasiado pesado.
Se incorporó con cuidado, sin despertar a Marina, y buscó con la mirada a Luca. Lo encontró unos metros más allá, agazapado con el rifle entre las manos, observando la oscuridad. Mateo estaba de pie junto a él, como una sombra inmóvil.
Eva se acercó, con la carpeta bajo el brazo.
—¿Qué pasa?
Luca no apartó la vista del horizonte.
—No estamos solos.
Mateo asintió.
—Llevan horas siguiéndonos.
Eva sintió un escalofrío en la nuca.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque yo aprendí a reconocer sus pasos —respondió Mateo, con la voz grave—. Son los cazadores del Contador. Siempre avanzan en grupos de cinco.
De pronto, un silbido cortó el aire. Un proyectil impactó contra la roca a pocos centímetros de la cabeza de Eva.
—¡Al suelo! —rugió Luca, empuj