El rugido de los motores se multiplicaba, rebotando entre las paredes del desierto. Camionetas se acercaban desde varios flancos, iluminando la oscuridad con faros cegadores. El polvo lo cubría todo, y el aire parecía vibrar con la inminencia del ataque.
Eva apretaba la carpeta contra su pecho, con el corazón latiendo a mil. Marina sujetaba la mano de Santiago, que deliraba de fiebre. Luca observaba el horizonte con la mandíbula apretada, el rifle firme en sus manos.
—Nos tienen rodeados —dijo, con voz grave.
Mateo, con la manta gris aún sobre los hombros, se adelantó un paso.
—No quieren matarlos todavía. Quieren la carpeta. Y quizás a mí.
Luca giró hacia él, los ojos encendidos de sospecha.
—¿Y cómo lo sabes? ¿Porque lo planeaste con ellos?
Mateo sostuvo la mirada sin inmutarse.
—Porque así fue conmigo hace años. Primero el cerco, luego la caza lenta.
Eva intervino, alzando la voz.
—¡Basta! No tenemos tiempo para discutir. O encontramos una salida, o nos entierran aquí.
El estruendo