El rancho había quedado en un silencio extraño, como si después de los disparos la tierra misma contuviera el aliento. Durante la mañana, los vaqueros hicieron lo posible por seguir con su rutina: alimentar caballos, revisar cercas, ensillar monturas. Pero Eva podía sentir la tensión flotando en el aire, invisible y densa, como una tormenta que aún no estallaba.
Luca no se había separado de ella desde la noche anterior. Caminaba con el ceño fruncido, la pistola siempre cerca, atento a cualquier ruido fuera de lugar. No lo decía en voz alta, pero Eva sabía que se culpaba por lo ocurrido.
En la cocina, Briggs bebía café con gesto serio. Había decidido quedarse unos días para “reforzar la seguridad”, pero Eva entendía que su verdadera intención era vigilarlos, asegurarse de que no cometieran una imprudencia.
—Tienen que moverse pronto —repitió el viejo sheriff por tercera vez esa mañana—. Si los tienen ubicados aquí, el próximo ataque no será solo un susto.
Luca lo miró con los labios ap