De regreso al rancho, el silencio entre ellos era tan denso que parecía llenar todo el interior de la camioneta. Eva mantenía los brazos cruzados, la mirada fija en la oscuridad de la carretera, como si se obligara a no pensar en lo ocurrido en la fiesta. El vals, las miradas de Luca sobre ella, los hombres mencionando el nombre de Martínez, la tensión en el aire… todo se mezclaba en un torbellino que no lograba ordenar.
Luca, al volante, tenía la mandíbula apretada. No había dejado de vigilar por los espejos retrovisores durante todo el trayecto, asegurándose de que nadie los siguiera. Su instinto le gritaba que alguien los había observado demasiado de cerca esa noche.
Cuando llegaron al rancho, ambos bajaron de la camioneta sin hablar. El porche estaba iluminado por una lámpara solitaria, y los grillos entonaban su canción incesante. Eva avanzó hacia la puerta, pero Luca la alcanzó con dos pasos largos y la tomó suavemente del brazo.
—No vuelvas a hacer algo así —dijo, con voz baja