CAPITULO — Donde el Amor se Viste de Blanco y Esperanza
(Punto de vista de Milagros)
Nunca imaginé que organizar un casamiento pudiera sentirse así.
No había ansiedad en ningún momento.
No había apuro porque todo salía sin contratiempos.
No existía esa presión absurda de que todo tenía que ser perfecto, espectacular, inolvidable para los demás.
Y mucho menos ahora, que estaba en la cama, en reposo, con esa orden casi sagrada de “no hagas nada” flotando sobre mi cabeza como una advertencia amorosa.
Había algo mejor.
Había calma.
Una calma rara, profunda, de esas que ni siquiera nacen porque todo esté resuelto, sino porque sabés —en el cuerpo, no en la cabeza— que no estás sola. Que aunque el cuerpo esté frágil, el alma está sostenida.
La familia entera se había puesto en movimiento, pero no como una locura desordenada. No como esas carreras donde todos empujan y nadie mira si el otro cae.
Se habían movido como una red bien tejida.
De esas que no se lanzan al agua sin tensarse primero.