Gabriel abrió la puerta de un salto y entró corriendo. Su voz sonaba jubilosa, como la de un niño que acaba de ganar un juego.
—¡Mamáaa, tío, vamos, entren rápido! ¡Quiero enseñarle a tío Daryl el dibujo que hice! —gritó mientras encendía la luz de la sala.
La puerta quedó entornada, permitiendo que el aire frío de la noche se colara. Lilian sonrió al ver el entusiasmo de su hijo y luego miró a Daryl.
—Gracias… por habernos traído —susurró con un hilo de voz. No temblaba por miedo, sino porque el corazón le latía desbordado de emociones encontradas.
Daryl la observó sereno, aún con la mano en el volante.
—No hay problema. Sólo quería asegurarme de que estuvieran a salvo en casa.
Lilian asintió despacio. Estaba a punto de dar un paso, pero sus piernas flaquearon. Daryl reaccionó enseguida y la sostuvo por el brazo antes de que perdiera el equilibrio.
—Lilian, cuidado —dijo con preocupación. Sus dedos se aferraron con fuerza, como si no quisiera soltarla.
Ella quedó inmóvil. La cercanía