Ainara se asomó desde la baranda del segundo piso, y al confirmar que su hermano se había marchado, bajó a toda prisa las escaleras. Encontró a Lorain todavía en el sofá, con los ojos rojos y el gesto abatido. Corrió hacia ella, la abrazó con afecto y le preguntó con ansiedad:
—¿Fue muy duro contigo? Ya sabes cómo puede ponerse cuando está molesto.
Lorain levantó la vista lentamente. La mirada se le llenó de lágrimas, pero lo que ocultaba en el fondo era muy distinto al dolor: un destello fugaz de rencor, una punzada de odio que crecía todo el tiempo. Sin embargo, fue rápida en borrar esa sombra y reemplazarla por esa expresión dulce y frágil que tan bien dominaba.
—No… no fue su culpa —susurró con la voz quebrada—. Fui yo quien cometió un error. Todo fue mi imprudencia. No debería haber insistido tanto.
Ainara le tomó las manos, indignada.
—Eres demasiado buena, Lorain. Por eso personas como Margaret se aprovechan. —Su tono se llenó de desprecio—. Esa mujer siempre ha sabido cómo ma