El silencio de la habitación le pesaba sobre los hombros. Lucien se pasó una mano por el rostro, intentando borrar el rastro del desconcierto que aún le oprimía el pecho.
Ahora sabía con certeza quién había puesto la droga en su bebida.
Frunció el ceño, abotonando con calma la camisa que se había puesto tras una ducha fría. No necesitaba adivinar: la secuencia era demasiado clara. Todo había comenzado con ese brindis que Lorain le ofreció, fingiendo inocencia, ofreciéndoselo con cariño. Desde hacía meses notaba su insistencia, sus miradas prolongadas, la manera en que se aferraba a cualquier excusa para acercarse. Pero nunca imaginó que se atrevería a tanto.
La rabia le recorrió la garganta con un sabor amargo. Tomó el abrigo, salió del dormitorio y bajó las escaleras con paso firme. No dijo una palabra al personal de servicio, solo ordenó al chófer con voz tensa:
—Llévame a la villa del norte.
El motor del coche rugió, y durante el trayecto, Lucien apenas parpadeó. Su mente repasaba