32. Sé mi esposa

Emilia Díaz

El ruido del helicóptero era constante, un zumbido grave que se mezclaba con el rugido del viento que golpeaba las ventanillas. Volábamos sobre la ciudad, las luces debajo de nosotros parecían estrellas caídas, ordenadas en calles y avenidas. A mi lado, Álvaro me sostenía la mano con fuerza.

Lo miré de reojo. Su perfil iluminado por la luz tenue del panel de control. Su mandíbula firme, su sonrisa tranquila… Era tan guapo, tan suyo, tan mío. Y, sin embargo, una punzada helada me atravesó el pecho.

Lo amaba.

Dios, lo amaba más que nunca.

Y aun así, tenía ese secreto atrapado en la garganta, doliéndome como si estuviera tragando vidrio. Tenía que decirle. Decirle que dentro de mí… había una vida creciendo. Y que muy probablemente no era de él.

Tragué saliva, sintiendo las náuseas regresar, no por el embarazo, sino por la culpa. ¿Cómo se lo decía? ¿Aquí? ¿Ahora? Justo cuando él había organizado todo esto con tanto cuidado. ¿Qué clase de monstruo sería si arruinaba lo que fuer
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