18. A la fuerza
Emilia Díaz
Escuchamos el sonido de un auto estacionándose frente a la mansión, justo bajo la ventana abierta. El rugido familiar del motor me atravesó como un rayo. Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente: me puse de pie de golpe y me asomé con manos temblorosas.
—No… —susurré apenas, sintiendo que el corazón se me caía al suelo.
Era Esteban. Venía subiendo las escaleras del pórtico. Mi pecho subía y bajaba con fuerza. Me giré, con los ojos muy abiertos, buscando a Álvaro…
Él ya estaba de pie, con Ernesto en sus brazos, tan sereno como podía, pero en sus ojos brillaba la furia. Una chispa que conocía demasiado bien.
—Tienes que irte —le supliqué con la mirada y la voz entrecortada—. Por favor, Álvaro… por favor.
Apretó la mandíbula. No quería. Lo sabía. Todo su cuerpo gritaba que se quedara y enfrentara al hombre que nos había arrebatado tanto. Pero me conocía. Y sabía que lo más inteligente… lo más urgente… era irse.
Con cuidado, me entregó a nuestro hijo. Acarició su cabeza con una