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Capítulo 19: El primer juramento.

El alba teñía el cielo de púrpura y oro cuando el Gran Salón del Consejo se llenó de murmullos inquietos. Los ancianos, vestidos con túnicas de seda bordadas con los símbolos de sus linajes, ocupaban sus sitiales en semicírculo, mientras el emperador, su rostro tallado por el tiempo y el poder; observaba desde el trono de jade negro. A su derecha, el Primer Príncipe Vladimir se reclinaba con una sonrisa de comisura afilada, los dedos tamborileando sobre el brazo de su asiento como si ya contara los pasos que lo separaban del título de heredero.

Las puertas se abrieron de golpe.

Ragnar entró con la elegancia de una tormenta, su manto negro ondeando a sus espaldas como alas sombrías. Aisha caminaba a su lado, erguida, aunque el peso de cien miradas escrutadoras amenazaba con quebrar su compostura. Detrás, casi imperceptibles entre las sombras de las columnas, el séptimo príncipe Zacarías y los soldados leales se desplegaban en silencio.

— Octavo Príncipe — el Sumo Anciano Chen habló primero, su voz cargada de desdén — has traído a la intrusa ante este consejo. ¿Reconoces, entonces, que su presencia es una afrenta a las leyes del Imperio?

Ragnar no se inmutó. Los primeros rayos del sol filtrándose por las ventanas altas iluminaron sus ojos dorados, convirtiéndolos en brasas vivas.

— Aisha no es una intrusa — declaró, cada palabra una espada desenvainada — es la Sanadora Divina, hija de Nyrith. Y la única razón por la que mi bestia no ha devorado a esta corte de víboras.

Un murmullo de horror recorrió la sala. Vladimir se inclinó hacia adelante, fascinado.

— ¿Acaso insinúas que no puedes controlar tu maldición, hermanito? — preguntó, dulce como el veneno — eso sería… problemático para un futuro emperador.

Ragnar no respondió con palabras.

Un gruñido rasgó el aire, profundo como un trueno subterráneo. Su cuerpo se encorvó, huesos crujiendo, músculos desgarrando la túnica mientras el pelaje negro brotaba de su piel como sombra materializada. En menos de un latido, donde antes estaba el príncipe, ahora se alzaba un lobo gigante, de ojos dorados y colmillos que goteaban saliva al mármol. Los consejeros retrocedieron; algunos cayeron de sus asientos.

— ¡Guardaos! — gritó el emperador, alzando una mano.

Pero la bestia no atacó. En lugar de eso, giró su cabeza monstruosa hacia Aisha… y se arrastró a sus pies como un animal doméstico.

Ella alzó una mano temblorosa y la posó sobre su hocico.

— Él no es un monstruo — dijo, con una voz que resonó más allá de lo humano — y yo no soy una amenaza.

Entonces, lo hizo.

Sus ojos estallaron en un azul platino tan brillante que varios ancianos se cubrieron el rostro. Marcas luminosas, como constelaciones talladas en su piel, se enredaron desde sus muñecas hasta el cuello, pulsando al ritmo de un corazón divino. El aire olía a hierbas de montaña y nieve eterna: el aroma del poder de Nyrith.

Vladimir jadeó. Codicia. Ahí estaba, la verdad desnuda: quien controlara a la Sanadora, controlaría el equilibrio del Imperio.

— ¡Blasfemia! — aulló el anciano Chen, pero su voz se quebró cuando un sirviente irrumpió en la sala, prosternándose hasta tocar el suelo con la frente.

— ¡Majestad! — el sirviente se postró — la Dama Lianhua… los médicos no pueden detener la hemorragia. La princesa recién nacida no respira.

El emperador, que jamás había permitido que nadie viera sus emociones, golpeó la mesa con tal fuerza que el té saltó de las tazas.

— Llevadme con ella — ordenó, pero Aisha ya seguía sus pasos hacia el Pabellón de las Orquídeas, guiada por el brillo de sus propias marcas.

— Permíteme intentarlo — suplicó, las marcas aún brillantes — con mi sangre, puedo salvarlas.

Silencio. Luego, Vladimir rió, un sonido que heló la sangre.

— ¿Y si fallas, Sanadora? ¿Pagará mi padre con tu vida la de su favorita?

Ragnar gruñó, pero fue el emperador quien habló, con una quietud que cortó más que un grito:

— Si salvas a mi hija, Aisha de Nyrith, serás declarada Tesoro Sagrado del Imperio. Protegida por mi decreto… y por mi espada.

El desafío flotó en el aire. Aisha asintió. Sabía lo que arriesgaba. Pero también lo que ganaban: legitimidad.

Mientras salían a toda prisa, el Primer Príncipe susurró a sus espaldas, solo para que Ragnar lo oyera:

— Qué curioso… ahora tendré dos lobas que cazar. Aisha y la nueva princesa.

El Pabellón de las Orquídeas Escarlata olía a hierbas amargas y a miedo. Los sirvientes se apiñaban contra las paredes, cabizbajos, como si el simple acto de respirar pudiera acelerar la muerte que danzaba en el umbral. En el lecho de seda roja, estaba la dama Lianhua pálida como el papel de arroz, aferrándose a la vida solo para oír el llanto de su hija.

Sus dedos aún aferrados a las sábanas empapadas de sudor y sangre. A su lado, envuelta en paños de oro demasiado grandes para su frágil cuerpo, la recién nacida luchaba por cada suspiro, su pecho diminuto levantándose en espasmos.

El emperador entró como un tifón, apartando a los médicos con un gesto. Sus ojos, usualmente impenetrables, brillaban con algo crudo, animal.

— ¡Inútiles! — rugió hacia los médicos, que se postraron temblando — si ella muere, ustedes la acompañaran.

Aisha no esperó permiso. Se arrodilló junto a Lianhua, sus manos ya brillando con ese fulgor azul platino que hacía parecer las venas de su piel ríos de estrellas. La concubina entreabrió los ojos, vidriosos por el dolor.

— S-Salva… a ella… — susurró Lianhua, mirando a la bebé.

El pedido le partió el alma a Aisha. No era una súplica de supervivencia, sino de sacrificio materno.

— Las salvaré a ambas — juró, y sin vacilar, hundió su luna de jade, regalo del séptimo príncipe, en su propia muñeca.

La sangre divina brotó, carmesí, con destellos dorados y espesa, desprendiendo un aroma a pino nevado y azufaifas.

Primero, la niña.

Una gota en sus labios azulados. La pequeña tosió, y de pronto su llanto llenó la habitación, fuerte como el canto de un grillo en verano. Las manchas mortecinas de su piel se desvanecieron.

Luego, Lianhua.

Aisha presionó su muñeca sangrante contra la boca de la concubina, mientras con la otra mano trazaba símbolos luminosos sobre su vientre destrozado. Las lágrimas le resbalaban mientras sentía su propia fuerza vaciarse, pero las marcas de Nyrith ardían, exigiendo que continuara.

— ¡Basta! — una mano cerró su brazo con fuerza de acero.

Ragnar, ahora humano otra vez, el pelo revuelto, la túnica rasgada revelando cicatrices reabiertas; la miraba con furia y... ¿terror?

— Te estás desangrando — gruñó, pero ella se liberó.

— No hasta que termine.

El emperador observaba, inmóvil. En todos sus años de vida, ningún acto de valor lo había conmovido así: una extranjera, temblorosa y pálida, dando lo que parecía su última gota de vida por una concubina y una niña que ni siquiera llevaba su sangre.

Cuando Aisha finalmente se desplomó, fue Ragnar quien la sostuvo. En el lecho, Lianhua respiraba profundamente, abrazando a su hija. La cicatriz en su vientre había cerrado, dejando solo una línea plateada con forma de luna creciente.

— Sanadora — el emperador cayó de rodillas ante ella, rompiendo protocolos milenarios — Eres…

— El Tesoro Sagrado del Imperio — terminó Vladimir, que había entrado silencioso como una víbora. Sus ojos se posaron en la muñeca ya cerrada de Aisha, en la sangre dorada secándose en sus uñas — aunque me pregunto… ¿cuántas vidas podrás salvar antes de que la tuya se agote?

Ragnar mostró los colmillos, pero fue Lianhua quien habló, débil pero clara:

— Majestad… — todos contuvieron el aliento: una concubina jamás interrumpía al emperador — El nombre… para nuestra hija.

El gobernante tomó a la bebé, cuyos ojos, inesperadamente brillantes, de un gris metálico; lo miraron sin miedo.

— Meiying — declaró el emperador, mirando los pétalos de ciruelo que caían sobre la cuna —llevará el nombre de la flor que desafía el invierno… y la sombra que une dos destinos.

Un presagio. Todos lo sintieron.

Mientras ayudaban a Aisha a salir, Ragnar murmuró contra su pelo:

— Nunca más… nunca más te pondrás en peligro así.

Ella sonrió, débil.

— Mientes — susurró — sabes que volvería a hacerlo.

En el corredor, el Primer Príncipe los esperaba.

— Qué conmovedor — Vladimir rió, señalando a la recién nombrada Meiying, cuyos ojos grises ahora brillaban con un destello… dorado — pero dime, hermanito: ¿cuánto tiempo crees que pasará antes de que el Imperio note que tu Sanadora no solo cura… sino que cambia a aquellos que tocan su sangre?

Mientras, adentro en la habitación; Meiying cerraba los ojos, algo en su pupila destelló: no era el gris hereditario de Lianhua... sino el mismo oro líquido que ardía en los ojos de Ragnar cuando la bestia despertaba.

Capítulo 20: Ante lo inesperado.

El Salón de los Cien Espejos vibraba con murmullos como enjambres de avispas. Los ancianos del consejo, cuyos rostros se reflejaban infinitamente en las paredes de ónix pulido, se agrupaban en facciones visibles:

Los Leales al Dragón, partidarios del emperador; se aferraban a los bordes de sus túnicas verdes, intercambiando miradas de asombro contenido. El milagro de Aisha era innegable, pero también una grieta en el orden establecido.

Los Colmillos de Jade, aliados de Vladimir; ocupaban el centro, sus sonrisas afiladas. El anciano Chen golpeó el suelo con su bastón de ébano:

— ¡Una princesa que brilla con oro en los ojos! … ¿Acaso no ven el augurio? ¡Es una abominación tocada por magia lunar! El Ritual del Eclipse profetizó esto: un vástago real corrompido.

Los Neutrales, sentados como estatuas, esperaban. Su silencio era más peligroso que cualquier acusación.

El emperador entró con princesa en brazos, un acto sin precedentes. La bebé, envuelta en seda blanca bordada con lobos y lunas, emitía un suave resplandor. No lloraba. Sus ojos grises, salpicados de destellos dorados, observaban a los ancianos con una calma sobrenatural.

— La sangre de la Sanadora ha sellado el destino de mi hija — declaró el emperador, y el eco de su voz llenó la sala — Meiying es un símbolo: la unión entre la carne imperial y la bendición de Nyrith. Quien la llame amenaza… — su mirada se posó en Vladimir, que sonreía junto al trono vacío — …desafiará mi decreto, y la espada de los Guardianes Celestiales.

Chen abrió la boca para protestar, pero se detuvo al ver el amuleto de jade que colgaba del cuello de la princesa Meiying: el sello personal del emperador, jamás otorgado a un recién nacido.

Vladimir se levantó, lento, como un tigre midiendo su salto. En sus manos sostenía un pergamino antiguo, el mismo que Lihua, la concubina del octavo príncipe; había robado.

— Padre — dijo, dulce — mientras celebramos este milagro, no olvidemos la oscuridad que nos acecha. El Ritual del Eclipse…

El emperador alzó una mano.

— Queda prohibido — sentenció, y los guardianes en las sombras hicieron sonar sus espadas en unisonó — cualquier mención, preparativo o ejecución del mismo se castigará con muerte lenta y deshonra eterna al linaje del traidor.

Vladimir palideció, pero sus labios mantuvieron esa sonrisa de dagas ocultas. Ya había puesto en movimiento piezas que ni el emperador podría detener.

— Como desees, emperador — susurró, inclinándose, pero la sonrisa filosa no abandono sus labios.

Esa noche, mientras el palacio celebraba, dos figuras se encontraron en el Jardín de los Susurros:

— El plan falló — refunfuñó Xiang, la concubina, ahora con fuerza renovada — la prohibición del ritual nos deja sin herramientas.

Vladimir, oculto bajo un dosel de glicinias, rió.

— Al contrario, querida Xiang. Ahora, cuando el eclipse llegue y Ragnar caiga en la locura… — acarició el brazo de ella, donde la cicatriz lunar brilló — …todos verán que el emperador eligió proteger a una sanadora mentirosa en vez de salvar al Imperio. Y entonces…

Xiang completó la frase, con amargura:

— …la gente pedirá tu coronación.

Mientras tanto, en lo alto de la Torre del Astro, Aisha y Ragnar observaban el horizonte. Las marcas de ella aún titilaban.

— ¿Cuánto tiempo tenemos? — preguntó ella, sintiendo el peso de la princesa Meiying dormida en sus brazos.

Ragnar señaló la luna, donde un tenue anillo carmesí comenzaba a rodearla.

— El eclipse sangrante llegara para el próximo ciclo lunar. Y cuando lo haga…

No necesitó terminar. El aullido de un lobo fantasma, lejano y desgarrador, contestó por él…

En las noches siguientes, Ragnar visitaba el pabellón de las lágrimas silenciosas, ese que había sido asignado a la nueva princesa Meiying, la niña que lloraba bajo la luna llena se calmaba al sentir su presencia.

Sus ojos grises, salpicados de oro; seguían cada movimiento suyo con una atención inquietante, demasiado despierta para ser solo una niña de pocos días de vida.

— Es como si reconociera mi esencia — murmuró él, observando cómo los ojos de Meiying brillaban igual que los suyos en firma de bestia.

— No le temas — murmuró Aisha cuando lo descubrió, apoyándose en el marco de la puerta. Las marcas de Nyrith en sus brazos palpitaban suavemente, como recordándole el precio de su intervención días atrás — tienes razón ella… te reconoce.

En ese momento, la princesa extendió una manita diminuta. Sin pensarlo, Ragnar acercó un dedo. Al contacto, un escalofrío lo recorrió.

Visiones.

Un lobo negro aullando ante un eclipse…

Una niña con cabello de plata corriendo entre ciruelos en flor…

Un trono de jade roto, y dos figuras espalda contra espalda: una con garras, otra con un báculo brillante.

— ¿Qué fue eso? — gruñó Ragnar, retrocediendo como si hubiera sido quemado.

Aisha palideció. En los brazos de Meiying, las venas brillaban levemente, trazando el mismo patrón de las marcas de Nyrith.

— No son visiones… son advertencias — susurró — ella es un espejo del futuro que tú y yo forjaremos… tu maldición y mi sangre se mezclaron en ella… no es tu hija, pero lleva parte de tu alma…

Un presagio cruzó la mirada de Ragnar: si Vladimir lo descubría, usaría a Meiying como carnada…

Al amanecer, el Consejo se reunió en secreto. Sin el emperador. Sin símbolos de rango. Solo hombres ancianos cuyas ambiciones brillaban más que cualquier lealtad.

— La princesa es un peligro — el anciano Chen golpeó un mapa del Imperio extendido sobre la mesa — he visto sus ojos. No son humanos. Son… una puerta.

— Y Ragnar la protege como si fuera su propia hija — agregó otro, jugueteando con un cuchillo de sacrificio — si eliminamos a la niña, la bestia caerá en la locura. El emperador no tendría opción más que ordenar su ejecución.

Un tercer hombre, cuyo rostro estaba oculto tras una máscara de zorro, alzó una mano.

— Pero hay otra opción — dijo, voz meliflua — el Ritual del Eclipse no está completamente prohibido… solo no puede ser realizado por manos imperiales. ¿Y si "descubrimos" que Ragnar intenta llevarlo a cabo para romper su maldición? Con la Sanadora como su cómplice…

El anciano Chen desenrolló un pergamino con símbolos lunares descoloridos por la sangre.

— El Ritual del Eclipse no es solo un sacrificio — susurró — es una prueba. La última vez que se realizó, hace tres siglos, el Dios Sanador se partió en fragmentos... y la Luna eligió a su campeón.

El hombre con máscara de zorro agregó:

— Si Ragnar es el verdadero Elegido de la Luna, el ritual lo separara de su lobo. Si no… la bestia lo devorará vivo. Y en cuanto a Aisha… — su dedo señaló un grabado de una figura con marcas doradas — ¿Qué queda de un dios sino mentiras y piel prestada?... terminaran destruyéndose entre sí y el imperio será nuestro…

Sonrisas se extendieron. La trampa era perfecta.

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