La luna llena colgaba sobre el palacio como un ojo plateado, observando cada movimiento entre los muros de jade y mármol. Aisha no podía dormir. La noche se había sumergido en una paz tan aparente como frágil.
Se levantó de la cama, deslizándose entre las sombras hacia el jardín privado del Pabellón de Invierno. El aire olía a flor de ciruelo y tierra húmeda, pero bajo ese perfume inocente, percibía algo más: el aroma metálico de una tormenta que se avecinaba.
— No deberías estar aquí sola.
La voz la hizo girar.
Ragnar estaba de pie bajo el arco de glicinias, su silueta recortada contra la luz de las antorchas distantes. Solo llevaba una túnica negra holgada que dejaba al descubierto las cicatrices que surcaban su torso. Marcas de guerra. Marcas de su maldición.
— No puedo dormir — admitió ella, acercándose. Se sentía más perdida que nunca, quizás, así como él se sentía.
Él no respondió. En lugar de eso, extendió una mano hacia los ciruelos en flor, donde los pétalos blancos caían com