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Capítulo 17: Sangre y tinta.

El Pabellón de Invierno olía a tinta fresca y papel de arroz. La luz del atardecer se filtraba por las celosías, dibujando líneas doradas sobre los pergaminos desplegados en la mesa baja. Aisha, con el ceño fruncido, sostenía el pincel como si fuera un arma, la punta temblorosa sobre el papel en blanco.

— No entiendo — murmuró, frustrada — ¿por qué este trazo va hacia arriba si el sonido es igual que este otro?

Ragnar, reclinado a su lado, esbozó una sonrisa. Sus dedos, habituados a empuñar espadas, se cerraron sobre los de ella, guiando el pincel con una paciencia que pocos le conocían.

— Porque el lenguaje no es justo, pequeña escurridiza — respondió, su aliento caliente rozando su oreja — algunas palabras se escriben con el corazón, otras con la mente.

El trazo quedó imperfecto, torcido como una rama joven, pero era legible. Aisha suspiró, satisfecha.

— ¿Así?

— Así — confirmó él, soltándole la mano — pero no te confíes. Escribir tu nombre es solo el principio.

Ella sonrió, orgullosa, y alzó el papel donde, con esfuerzo, había trazado las letras: "Ragnar".

— Es tu nombre — dijo, como si fuera un secreto — el primero que aprendí.

Algo en los ojos dorados del príncipe se suavizó. Tomó el papel con cuidado, como si fuera una reliquia, y lo guardó en el interior de su túnica, justo sobre el corazón.

— Lo guardaré —  murmuró— para recordar que hasta los guerreros más fieros pueden ser domados por una sanadora testaruda.

Aisha le lanzó un manotazo, pero él la atrapó de la muñeca, tirando de ella hasta su regazo.

— ¿Y cómo encontraste ese libro prohibido, si no sabías leer? — preguntó de pronto, la voz baja pero cargada de curiosidad.

Ella se quedó quieta. El libro. Aquel tomo de t***s negras, con runas lunares grabadas en el lomo, que había descubierto escondido en los estantes más altos de la biblioteca.

— Lo reconocí por los grabados — mintió, demasiado rápido — las runas lunares son parecidas a las de mi tribu.

Ragnar la miró, y en ese instante, supo.

— Dain te lo mostró — afirmó, sin dejar espacio a dudas.

Aisha no respondió, pero el rubor en sus mejillas fue suficiente.

El príncipe suspiró, pasándose una mano por el cabello.

— Ese libro no es para ti — dijo, firme, pero sin dureza — habla de maldiciones antiguas, de dioses que prefieren el sacrificio a la misericordia.

— ¿Como la tuya? — preguntó ella, desafiante.

Ragnar se quedó quieto. Luego, con un movimiento inesperado, le despeinó el cabello, arruinando el peinado que Mei había tardado horas en arreglar.

— Déjame a mí ocuparme de las sombras, Aisha — susurró, acercándose hasta que sus labios rozaron su frente — tú concéntrate en la luz.

Ella quiso protestar, pero las palabras se ahogaron en su garganta cuando él tomó su mano y la colocó sobre otro pergamino, esta vez con caracteres más simples.

— Hoy aprenderás a escribir "libertad" — anunció — porque la sabiduría es poder, y el poder… —hizo una pausa, sus ojos brillando como brasas — …te hará libre.

Aisha asintió, concentrándose en los trazos. Pero mientras el pincel se deslizaba sobre el papel, una pregunta ardía en su mente:

¿Qué secretos guardaba ese libro que Ragnar temía tanto que ella descubriera?

Y, más importante aún…

¿Por qué el general Dain se lo había mostrado?

Antes de darse cuenta un mes había pasado desde aquella primera noche en los aposentos del príncipe, desde aquella primera lección de letras… de las primeras experiencias compartidas.

Aisha ya no temblaba al cruzar el umbral. Sabía cada grieta en las paredes de piedra, cada sombra que bailaba bajo la luz de las velas, cada suspiro que escapaba de los labios de Ragnar cuando creía que nadie lo escuchaba.

Pero esa tarde, algo era distinto.

El príncipe estaba sentado junto a la ventana, su perfil recortado contra el cielo crepuscular. No llevaba su habitual postura desafiante, los codos apoyados en las rodillas y las manos entrelazadas como si contuvieran un secreto. Más bien, parecía un lobo atado a una cadena invisible, los músculos tensos bajo la túnica negra, los ojos fijos en el horizonte.

— Ragnar.

Él no se volvió.

Aisha avanzó, deslizando los dedos por su hombro. La piel bajo su toque ardía, como si una fiebre lo consumiera por dentro.

— ¿Duele? — preguntó, aunque ya conocía la respuesta.

Un gruñido fue toda la confirmación que necesitó.

— Alteza — la voz del general Dain cortó el silencio desde la puerta. No había reproche en su tono, solo advertencia—. El sol se pone.

Ragnar cerró los ojos, como si esas cuatro palabras fueran un latigazo.

—Lo sé.

Aisha miró entre ambos, sintiendo el peso de lo no dicho. La luna llena. Esa maldición que cada mes lo convertía en algo menos humano y más monstruo.

— ¿Dónde vas cuando sucede? — preguntó, por primera vez en voz alta.

El príncipe finalmente la miró. En sus pupilas doradas, algo se retorcía, una bestia que arañaba por salir.

— Lejos — respondió, áspero — donde no pueda lastimar a nadie.

— Podrías quedarte — susurró ella, atreviéndose a rozar su mejilla — yo no tengo miedo.

Ragnar soltó una risa amarga.

—  Deberías tenerlo.

Dain dio un paso al frente, la espada lista en su funda, como si ya supiera cómo terminaría la conversación.

— Las cadenas están preparadas, Alteza.

Aisha apretó los dientes. Cadenas. Como si fuera un animal. Como si no confiaran en él.

— No — dijo, firme — esta vez no.

Ragnar se irguió de golpe, los colmillos asomando bajo el labio superior.

— No es tu decisión.

— Tampoco es tuya — replicó ella, desafiante — no eres solo tu maldición.

El aire en la habitación se espesó. Dain tensó los dedos alrededor del pomo de su espada, pero no intervino.

Por un instante, Aisha creyó que Ragnar la rechazaría. Que gruñiría, la apartaría de un manotazo y se marcharía como todas las veces anteriores.

Pero entonces, el príncipe respiró hondo, y algo en su postura se quebró.

— Si me quedo… — murmuró, la voz ronca — …no prometo poder controlarlo.

Ella no retrocedió.

— No te pido que lo hagas. Solo te pido que me dejes intentar.

Ragnar la miró, largo y tendido, como si buscara en sus ojos el valor que él mismo había perdido.

Finalmente, asintió.

— Que se vayan todos — ordenó, sin apartar la vista de ella — y que nadie entre… pase lo que pase.

Dain vaciló, pero una mirada del príncipe lo hizo inclinarse y retirarse. La puerta se cerró con un golpe sordo, dejándolos solos.

Fuera, la luna comenzaba a ascender, plateada y cruel.

Y dentro, Ragnar se desmoronó.

La habitación olía a hierro y tormenta.

Ragnar se retorcía en el centro de la estancia, los músculos tensos como cuerdas a punto de romperse. Las venas en su cuello latían bajo la piel, azules y violentas, y sus uñas, demasiado afiladas para ser humanas; arañaban el suelo de madera, dejando marcas profundas.

Aisha no se movió.

Lo observó, con el corazón golpeándole las costillas, mientras la luna llena se filtraba por la ventana y lo bañaba en plata fría. No era el príncipe ahora. Era algo más antiguo, algo que llevaba siglos dormido en su sangre.

— Ragnar — susurró su nombre, como un conjuro.

Él alzó la cabeza. Sus ojos ya no eran dorados. Eran amarillos, como los de un lobo al borde del ataque.

— Vete — la voz le salió rasposa, un rugido apenas humano.

Ella negó con la cabeza, avanzando un paso.

— No.

— ¡TE LASTIMARÉ! — el grito sacudió las paredes.

— Lo dudo — otro paso.

Ragnar jadeó, los colmillos brillando húmedos bajo la luz de la luna.

— No… no entiendes… — tragó saliva, como si luchara contra sí mismo — esta vez… esta vez no podré detenerme.

Aisha ya estaba frente a él. Cerca. Demasiado cerca.

— Entonces no te detengas.

Algo en esas palabras quebró el último fragmento de su control.

Ragnar se abalanzó.

Ella no tuvo tiempo de gritar.

Sus brazos la envolvieron con fuerza brutal, y luego… el dolor.

Un fogonazo en el cuello. Los colmillos hundiéndose en su piel, desgarrando, bebiendo.

Aisha contuvo un gemido, los dedos aferrándose a su cabello. La sangre le corría por el hombro, caliente y espesa, pero no intentó empujarlo. No esta vez.

— Bebe — murmuró, mientras el mundo giraba — bebe y vuelve a mí.

Y entonces…

Algo cambió.

Ragnar se tensó. Un escalofrío lo recorrió de pies a cabeza, como si alguien hubiera vertido agua helada en sus venas.

Los músculos se le relajaron. Los colmillos se retrajeron.

Y cuando alzó la vista, sus ojos ya no eran amarillos.

Eran dorados. Confundidos. Asustados.

—…¿Qué… hiciste? — la voz le tembló, mirando la sangre en sus labios con horror.

Aisha, mareada pero firme, le acarició la mejilla.

— Nada que no haya querido dar.

Él retrocedió como si la hubiera quemado.

—¡No debería…! ¡No puedo…! — tragó saliva, mirándose las manos, esperando ver garras. Pero solo había dedos humanos, temblorosos — nunca me había detenido. Nunca…

Aisha no respondió. Se limitó a presionar un paño contra su herida, observándolo con una calma que no entendía.

¿Por qué, en lugar de alivio, Ragnar parecía más perdido que nunca?

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