La noche envolvía el Pabellón de Invierno con un manto de silencio, roto solo por el susurro del viento entre los ciruelos en flor. Las linternas rojas, aún encendidas desde la noche anterior, proyectaban sombras danzantes sobre las paredes de madera oscura, como espectros jugando entre los biombos de seda.
Aisha, envuelta en un simple vestido de terciopelo azul oscuro, un regalo anónimo que había llegado esa misma tarde, observaba el jardín desde la ventana abierta. Sus dedos acariciaban distraídamente el borde de la horquilla de plata que Ragnar le había regalado, mientras sus ojos, azules como el crepúsculo, seguían el movimiento de las antorchas en la distancia. «Triplicaron la guardia». No era tonta. Había notado el cambio en los rostros de los soldados, la tensión en los hombros del general Dain cuando pasó por el corredor, la mirada calculadora del emperador durante el banquete. Sabía lo que significaba: era un blanco. Un suspiro escapó de sus labios, empañando levemente el cristal de la ventana. — ¿Por qué no duermes, pequeña sanadora? La voz, melodiosa y cargada de diversión, la hizo girar. Zacarías, el séptimo príncipe, estaba recostado contra el marco de la puerta, con los brazos cruzados y una sonrisa que brillaba como una daga bajo la luz de la luna. Su túnica de brocado violeta, bordada con dragones plateados, estaba desabrochada en el cuello, revelando una cadena de jade que brillaba contra su piel dorada. Lián y Mei, que habían estado arreglando el lecho, se congelaron. Mei apretó el abanico de acero que escondía entre sus mangas, lista para actuar si el príncipe intentaba algo. — Alteza — saludó Aisha, inclinando la cabeza lo justo para no faltar al respeto, pero sin doblegarse — no esperaba visitas a esta hora. Zacarías rio, un sonido cálido que contrastaba con la tensión en la habitación. — ¿Y qué mejor hora para una charla entre amigos? — avanzó, deslizándose como un gato entre las sombras, y se sentó en el suelo frente a la mesa baja donde humeaba una tetera de porcelana — Ven, Aisha. Comparte conmigo un poco de té. Me han dicho que los Nyrithar tienen una receta especial para las noches frías. Ella lo miró con cautela. ¿Amigos? — No sé si somos tan cercanos, Alteza. — Pues deberíamos serlo — respondió él, sirviéndose una taza sin esperar invitación — después de todo, si mi hermano está dispuesto a incendiar el imperio por ti, lo mínimo que puedo hacer es asegurarme de que vales la pena. Sus palabras eran una espada envainada en seda. Aisha se sentó frente a él, aceptando la taza que le ofrecía. El aroma a jazmín y miel llenó el aire, pero bajo la dulzura, detectó el ligero amargor de las hierbas de las montañas. Era el té de su madre. — ¿Cómo...? — Oh, no subestimes los recursos de un príncipe, pequeña sanadora — dijo Zacarías, guiñándole un ojo — especialmente uno tan encantador como yo. Ella no sonrió. — ¿Viniste a evaluarme, entonces? — Sí. La honestidad la tomó por sorpresa. Zacarías tomó un sorbo de té, sus ojos dorados, tan parecidos a los de Ragnar, pero más cálidos, más humanos; estudiándola sin piedad. — Mi hermano es un idiota. Un idiota poderoso, sí, pero un idiota al fin. Y ahora, por primera vez en su vida, ha dejado que algo, o alguien; lo distraiga de su deber. Aisha apretó los labios. — No quiero ser una distracción. — Demuéstralo. El desafío flotó en el aire como una hoja afilada. Aisha respiró hondo. — No sé mucho de cómo son las cosas en la corte… pero sé que triplicaron la guardia. Sé que el general Dain camina por los pasillos como si esperara una emboscada. Sé que el primer príncipe ya ha preguntado por mí. Zacarías arqueó una ceja. — Para alguien que dice no saber del juego de la corte, entiendes bastante. — No es juego cuando es tu vida la que está en riesgo — respondió ella, clavándole la mirada — yo no quiero poder. Solo quiero protegerlo. — ¿A Ragnar? — A él. A Lián. A Mei. A los que amo. Zacarías se quedó quieto. Algo en sus ojos cambió, como si hubiera visto más de lo que ella pretendía mostrar. — Eres hija de Nyrith, ¿verdad? Ella asintió. — Entonces sabes lo que significa sacrificarse por los demás. Un silencio pesado cayó entre ellos. Finalmente, Zacarías sacó algo de su manga: una pequeña caja de laca negra, adornada con incrustaciones de nácar. — Para ti. Aisha la abrió con cuidado. Dentro, sobre un paño de seda roja, había un colgante de jade tallado en forma de luna creciente. — Es... — Un regalo de bienvenida — dijo él, con un tono más suave — Y una advertencia. Si lastimas a mi hermano, esa luna se te clavará en el corazón. Ella lo miró, sorprendida. — ¿Por qué me lo das? Zacarías sonrió, pero esta vez no había burla en sus ojos. — Porque, aunque no lo parezca, te creo. Y porque... hay una profecía. — ¿Una profecía? — La unión de la luna y el lobo. Aisha sintió un escalofrío. — ¿Qué significa? — No lo sé aún. Pero si eres lo que sospecho, entonces tu lugar aquí es más importante de lo que nadie cree. Se levantó, estirándose con la elegancia de un felino. — Cuida de él, Aisha. Y yo cuidaré de ti. Antes de que ella pudiera responder, Lián y Mei se acercaron, sus rostros mezclando alivio y confusión. — Alteza... ¿qué...? Zacarías lanzó una última mirada a Aisha, un brillo de complicidad en sus ojos. — Hasta pronto, pequeña sanadora. Y con eso, se desvaneció en la noche, dejando tras de sí un aire cargado de secretos y promesas. Aisha cerró los dedos alrededor del colgante, sintiendo el jade frío contra su piel. Algo grande se avecinaba. Y ella, aunque no lo supiera aún, estaba en el centro de todo. El colgante de jade pesaba en el cuello de Aisha como un secreto a medias. Las palabras de Zacarías resonaban en su mente: "La unión de la luna y el lobo." ¿Qué significaba? ¿Y por qué había brillado en sus ojos ese destello de reconocimiento, como si ella fuera la pieza que faltaba en un rompecabezas ancestral? Lián y Mei intercambiaron miradas nerviosas mientras recogían las tazas de té, sus dedos temblorosos rozando los bordes de porcelana. — Alteza... — susurró Mei, inclinándose — ¿qué quiso decir el séptimo príncipe con esa profecía? Aisha no respondió de inmediato. Sus ojos se perdieron en el jardín nocturno, donde las sombras de los guardias se movían como espectros entre los árboles. Triplicaron la seguridad. Dain estaba inquieto. Vladimir acechaba. Y ahora, Zacarías hablaba de antiguas leyendas como si fueran claves para su supervivencia. — No lo sé — murmuró al fin — Pero voy a averiguarlo. La biblioteca imperial estaba sumida en un silencio espeso, roto solo por el crujido ocasional de las páginas de pergamino al ser manipuladas. Aisha avanzó entre los estantes con pasos sigilosos, una lámpara de aceite en la mano, iluminando títulos dorados que hablaban de guerras olvidadas, dioses caídos y maldiciones milenarias. Tenía que encontrar algo sobre la profecía. — Buscar en la oscuridad sin saber qué persigues es de tontos o de valientes — una voz grave resonó tras ella. Aisha se volvió bruscamente, el corazón golpeándole las costillas. El general Dain estaba allí, envuelto en su capa negra, los brazos cruzados sobre el peto de su armadura. Sus ojos, fríos como el acero bajo la luna, la observaban con una mezcla de exasperación y... ¿preocupación? — General — saludó, conteniendo el temblor de su voz — no esperaba encontrarlo aquí. — Claro que no — respondió él, avanzando — porque si lo hubieras esperado, no estarías husmeando donde no debes. Ella apretó los labios. ¿Cuánto sabía él? Dain se detuvo frente a un estante polvoriento, sus dedos enguantados rozando el lomo de un libro encuadernado en piel de dragón. — La Unión de la Luna y el Lobo — leyó en voz baja — un texto prohibido. Aisha contuvo el aliento. Él lo sabía. — ¿Por qué te interesa, Aisha? — preguntó, volviéndose hacia ella — ¿es curiosidad? ¿O es que alguien te ha llenado la cabeza de ideas peligrosas? Ella sostuvo su mirada, desafiante. — El séptimo príncipe mencionó una profecía. Quiero entender qué significa. Dain cerró los ojos un instante, como si pidiera paciencia a los dioses. — Esa profecía es vieja. Tan vieja como el primer emperador. Habla de un dios lobo y una diosa luna, condenados a repetir su historia vida tras vida. — ¿Y qué tiene que ver conmigo? El general la miró fijamente, como si buscara algo en sus ojos. — Nyrith no fue solo un dios bondadoso, Aisha. Fue el lobo que eligió morir por los que amaba. Y la diosa luna... bueno, ella fue quien lo maldijo a repetir su sacrificio por toda la eternidad. Un escalofrío recorrió su espalda. — ¿Estás diciendo que... Ragnar y yo...? — No lo sé — cortó Dain — pero si hay algo que la historia nos enseña, es que los dioses juegan con vidas humanas como si fueran piezas en un tablero. El peso de sus palabras la dejó sin aliento. ¿Era eso lo que el séptimo príncipe sospechaba? ¿Que ella y Ragnar eran reencarnaciones de una tragedia divina? Dain se inclinó, su aliento caliente rozándole la oreja. — Si valoras tu vida, olvida esto. Porque si el emperador cree, aunque sea por un segundo, que eres la clave para controlar a Ragnar... No terminó la frase. No hacía falta. Aisha entendió. Sería una herramienta. O un obstáculo a eliminar. De regreso en el Pabellón de Invierno, Aisha se dejó caer sobre el lecho, el colgante de jade apretado contra su pecho. Luna y lobo. Nyrith y la diosa. Ragnar y ella. ¿Era posible? ¿O solo eran sueños de una corte desesperada por controlar al príncipe heredero? Fuera, la luna brillaba con intensidad, como si observara. Como si recordara. Y en algún lugar del palacio, Zacarías desenrollaba un pergamino antiguo, sus ojos ávidos buscando respuestas. La partida había comenzado. Y esta vez, no solo se jugaban el poder. Se jugaban el destino.