La tarde se filtraba por los ventanales del estudio del octavo príncipe, tiñendo los pergaminos desplegados sobre la mesa de un cálido tono dorado. Ragnar, sin embargo, no prestaba atención a los informes militares ni a los mapas de las fronteras del sur. Entre sus dedos, una pequeña pieza de plata brillaba bajo la luz del sol, aún sin terminar, pero ya prometiendo su destino: un brazalete, delicadamente tallado con runas lunares y el perfil de un lobo aullando, destinado a ceñir la muñeca de una mujer que, sin saberlo, había robado más que su atención.
Sus uñas, normalmente afiladas para la guerra, raspaban con cuidado los bordes del metal, puliendo cada detalle como si fuera un ritual sagrado. «Para que nunca olvide a quién pertenece», pensó, mientras sus pulgares acariciaban la superficie fría. La puerta se abrió sin ceremonia. — ¡Ah, hermanito! — la voz de Zacarías, el séptimo príncipe, resonó como un címbalo en la quietud del estudio — ¿Tan ocupado estás que ni siquiera te dignas a levantar la cabeza? Ragnar no se inmutó. — Si viniste a molestar, Zac, elige otro día. Zacarías se dejó caer en el asiento frente a él, las botas manchadas de barro apoyándose descaradamente sobre la mesa, justo al lado de un pergamino que detallaba las defensas del norte. — ¿Molestar? ¡Por los dioses, no! — exclamó, llevándose una mano al pecho en falso dramatismo — vine a felicitarte. Después de tantos años de rechazar concubinas, por fin encontraste una que te dejó tan exhausto que ni siquiera puedes concentrarte en tus deberes. Un músculo en la mandíbula de Ragnar se tensó, pero no respondió. En lugar de eso, volvió a inclinarse sobre el brazalete, tallando con más fuerza de la necesaria. Zacarías, como siempre, interpretó el silencio como una invitación a seguir. — Dicen las sirvientas — susurró, inclinándose como si compartiera un secreto — que la sanadora no salió de sus aposentos hasta bien entrada la mañana — una sonrisa burlona se dibujó en sus labios — ¿tan poco duró el gran Príncipe Lobo? Ragnar levantó la vista, los ojos dorados brillando con una amenaza velada. — Si sigues hablando, Zac, te arrancaré esa lengua que tanto te gusta mover. Zacarías rio, pero no se inmutó. — Ah, pero no lo niegas — señaló el brazalete con la punta de su daga — y ahora esto… ¿Una joya para la pequeña salvaje? — No es asunto tuyo. — Claro que lo es — replicó Zac, jugueteando con un frasco de tinta entre sus dedos — si mi hermano menor, el mismo que juró nunca caer ante una mujer, ahora pasa las tardes tallando regalos en lugar de planear batallas, entonces algo ha cambiado — una pausa calculada — ¿O acaso es más que un simple capricho? Ragnar dejó el cincel sobre la mesa con un golpe seco. — ¿Qué quieres, Zac? Zacarías se inclinó hacia adelante, la sonrisa desapareciendo por primera vez. — Quiero saber si estás jugando con fuego. El aire en el estudio se espesó. Ragnar sostuvo la mirada de su hermano, desafiante. — ¿Y si lo estoy? — Entonces deberías saber que el emperador no aprobará que una sanadora sin linaje se convierta en algo más que una concubina — Zacarías bajó la voz — y Vladimir ya está preguntando por ella. El nombre del primer príncipe hizo que los dedos de Ragnar se cerraran alrededor del brazalete con fuerza suficiente para dejar marcas en su piel. — Que se atreva a tocarla — murmuró, cada palabra cargada de veneno — y lo enviaré de vuelta al sur en una caja. Zacarías lo estudió, y por primera vez en años, algo parecido a la preocupación asomó en sus ojos. — Dioses, Ragnar… ¿en serio estás considerando hacerla tu princesa consorte? El silencio fue respuesta suficiente. Zacarías dejó escapar un suspiro. — Eso complicaría las cosas. — No me importa. — Debería — Zacarías se puso de pie, serio por una vez— si la elevas, la expones. Si la expones, la conviertes en un blanco — señaló el brazalete — y ninguna joya podrá protegerla de lo que viene. Ragnar miró la pieza entre sus manos, recordando la forma en que Aisha se había aferrado a él esa noche, como si fuera la única ancla en medio de una tormenta. — Entonces la protegeré yo mismo. Zacarías lo miró un momento más antes de soltar una risa resignada. — Maldita sea, hermano. Creo que por fin entendí por qué Nyrith eligió morir por los que amaba. Y con eso, se marchó, dejando a Ragnar solo con sus pensamientos, el brazalete inacabado y la certeza de que, por primera vez en su vida, había algo más importante que el trono. Algo por lo que valía la pena arder. El sonido de la puerta cerrándose tras Zacarías dejó el estudio sumido en un silencio cargado. Ragnar observó el brazalete entre sus manos, los bordes aún ásperos bajo sus dedos. Cada marca, cada runa tallada, era un juramento silencioso. «Nadie la tocará», pensó, mientras el metal frío parecía latir en su palma como un segundo corazón. Un recuerdo lo asaltó: Aisha, arqueándose bajo él, sus labios entreabiertos en un gemido ahogado, sus uñas clavándose en sus hombros como si temiera que la noche terminara. La había poseído, sí, pero también se había dejado poseer. Y eso… eso lo aterrorizaba más que cualquier batalla. Un golpe en la puerta lo sacó de sus pensamientos. — Entra — gruñó, sin levantar la vista. Era Dain. El general avanzó con su habitual precisión militar, pero había algo distinto en su postura: los puños ligeramente apretados, la mirada evitando directamente el brazalete que Ragnar aún sostenía. — Alteza — saludó, inclinándose apenas — los informes del sur. Vladimir ha movilizado tropas cerca de la frontera de Nyrithar. Ragnar dejó escapar un humorístico resoplido. — Mi hermano siempre fue predecible — alzó la vista, los ojos dorados brillando con una peligrosa calma— dobla la guardia en el Pabellón de Invierno. Dain asintió, pero no se movió. — ¿Algo más, general? — preguntó Ragnar, arqueando una ceja. Dain respiró hondo, como si estuviera a punto de saltar desde un acantilado. — ¿Es sabio mostrar tanto interés por ella? El aire en la habitación se heló. Ragnar se levantó de su asiento con la lentitud de un depredador, el brazalete brillando en su mano como un arma. — Cuidado, Dain — advirtió, su voz un susurro letal — estás a un paso de sobrepasar tus límites. El general no retrocedió. — Mi lealtad es al imperio, Alteza. Y si esa mujer es una amenaza para su estabilidad… — ¡Esa mujer es mía! — rugió Ragnar, golpeando la mesa con tal fuerza que los frascos de tinta saltaron. El eco de sus palabras resonó entre las paredes del estudio. Dain, inmutable, mantuvo la mirada, pero algo se quebró en su expresión. — Eso es justo lo que temía — murmuró. Ragnar lo miró, realmente lo miró, y por primera vez vio lo que había estado oculto tras la máscara del soldado perfecto: una sombra de envidia, el dolor de un hombre que sabía que jamás podría tener lo que su príncipe sí. — Dain… — comenzó, pero el general ya se había vuelto hacia la puerta. — Triplicaré la guardia — dijo sin mirar atrás — pero no podré protegerla de lo que usted mismo está atrayendo hacia ella. Y entonces se fue, dejando a Ragnar solo con su ira, su joya inacabada y la terrible certeza de que Dain tenía razón. Afuera, el sol comenzaba a teñirse de rojo, anunciando el ocaso. En el Pabellón de Invierno, Aisha observaba el cielo desde su ventana, inconsciente de las tormentas que se cernían sobre ella. Y en algún lugar entre el estudio y sus aposentos, Ragnar apretó el brazalete contra su pecho, jurando en silencio que, si el precio de mantenerla a salvo era quemar el mundo entero… Lo pagaría sin dudarlo.