La tarde se filtraba por los ventanales del estudio del octavo príncipe, tiñendo los pergaminos desplegados sobre la mesa de un cálido tono dorado. Ragnar, sin embargo, no prestaba atención a los informes militares ni a los mapas de las fronteras del sur. Entre sus dedos, una pequeña pieza de plata brillaba bajo la luz del sol, aún sin terminar, pero ya prometiendo su destino: un brazalete, delicadamente tallado con runas lunares y el perfil de un lobo aullando, destinado a ceñir la muñeca de una mujer que, sin saberlo, había robado más que su atención.
Sus uñas, normalmente afiladas para la guerra, raspaban con cuidado los bordes del metal, puliendo cada detalle como si fuera un ritual sagrado. «Para que nunca olvide a quién pertenece», pensó, mientras sus pulgares acariciaban la superficie fría.
La puerta se abrió sin ceremonia.
— ¡Ah, hermanito! — la voz de Zacarías, el séptimo príncipe, resonó como un címbalo en la quietud del estudio — ¿Tan ocupado estás que ni siquiera te dignas