La luna colgaba baja sobre el Pabellón de Invierno, tejiendo sombras plateadas entre los biombos de seda. Aisha, envuelta en una bata de dormir azul oscuro, el color que Ragnar insistía en regalarle porque "hace que tus ojos parezcan pozos de estrellas", sostenía una taza de té entre sus manos. Las cicatrices invisibles del ataque aún le pesaban en los huesos, pero su sonrisa, esa que desarmaba hasta al más frío de los cortesanos, seguía intacta.
Un golpe suave en la puerta la sacó de sus pensamientos.
— ¿Aisha? ¿Sigues despierta? — la voz de Zacarías, inusualmente tímida, traspasó la madera.
El lobo blanco, echado junto al brasero, levantó la cabeza con desinterés. Aisha hizo un gesto y el animal volvió a acomodarse, resignado.
— Entra, séptimo príncipe — respondió, alisando involuntariamente su cabello.
Zacarías entró como una brisa revoltosa, vestido con una túnica verde deshilachada en los bordes, "para que no digan que soy un príncipe perfecto", solía bromear. Llevaba una c