—Me da gusto ver que estén creciendo —dijo Lena allá abajo mientras acariciaba uno de los pétalos de las rosas que apenas iban floreciendo—. Aunque sigo sintiendo que el aire pesa demasiado aquí. Por lo menos ustedes no tienen que aguantar al monstruo del ala este.
Kerem detuvo la grabación sin pensarlo. No por la ofensa —que la era—, sino por la frialdad con la que la había pronunciado. Un “monstruo”. Así lo llamaba.
Sintió una punzada. Solo una reacción visceral, un malestar que no supo si era rabia o un vago interés por entender por qué demonios le importaba lo que esa mocosa pensara de él.
Se levantó lentamente, acercándose a la ventana. Pero no la cerró.
«¿Por qué carajos le dice a las plantas que soy un monstruo?», pensó con una mueca de desprecio.
La escuchó moverse, refunfuñar mientras recogía las ramas cortadas.
—Ni siquiera sé si les gusta que les hable. Probablemente están pensando “ya viene la loca a contarnos su día” —musitó Lena con un suspiro.
Kerem no se movió.
No dijo