La casa de Celeste Lancaster en Maifer, Londres, siempre había sido el reflejo de lo que ella misma proyectaba: elegancia fría y un orden tan impecable que bordeaba en lo asfixiante. Todo estaba dispuesto con un rigor exasperante: los floreros con lirios blancos recién cortados, los cojines alineados con exactitud sobre el sofá de terciopelo azul marino, los marcos dorados colgando en perfecta simetría sobre la pared. Aquella mañana, sin embargo, la perfección de la sala parecía un simple escenario para algo mucho más turbio.
En el centro, una mesa baja de madera de nogal sostenía un juego de té inglés, pulido y brillante, cuyas tazas humeaban suavemente. Frente a Celeste, se hallaba Marla Kensington, la directora del St. James Royal Institute for Ladies, el colegio más prestigioso de Londres, reservado para las hijas de la aristocracia, de ministros, diplomáticos, empresarios influyentes y familias con siglos de apellidos pesados. Un lugar en el que no solo se enseñaban matemáticas o