El desayuno fue tan incómodo como la cena de la noche anterior.
El silencio en el comedor era denso, casi hostil, interrumpido apenas por el tintinear de los cubiertos contra la porcelana y el leve crujir del pan al partirse. Branwen, de pie a un extremo de la mesa, intentaba mantener una compostura neutra, aunque sus ojos no dejaban de observar con curiosidad a los dos habitantes de esa tensión silenciosa.
Kerem masticaba despacio, como si la comida le disgustara, o simplemente la masticara por costumbre, sin prestarle atención. Lena bajaba la mirada constantemente al plato, evitando encontrarse con los ojos de él. Aunque sabía que no podía verla, le costaba no sentirse expuesta. Había algo en él que la hacía querer desaparecer.
Cuando el sonido de los cubiertos cesó por completo, Kerem dejó la servilleta sobre la mesa y dijo con tono seco:
—Apresúrate. Vamos al viñedo. Tengo cosas que hacer.
Lena alzó la vista, parpadeando. El tono había sido tan cortante como de costumbre,