La madre de Kerem había lanzado la pregunta como un látigo, y los empleados, alineados en el salón, agacharon sus rostros sin pronunciar palabra. Nadie se atrevía a contestar. No porque no supieran, sino porque todos entendían que aquello había sido una orden directa de Kerem. El único que podía permitir que Lena tuviera a la zorrita era él, y así había sido.
Lena, con el corazón acelerado al ver a Celeste, recorrió la estancia con la mirada hasta encontrar a Sombra, acurrucada y temblorosa en los brazos de la ama de llaves. La pequeña criatura tenía las orejas gachas y los ojos muy abiertos, asustada por las voces y la tensión que llenaban la sala. Lena dio un paso hacia ella, preocupada, pero la ama de llaves le hizo un leve gesto con la cabeza, asegurándole que estaba a salvo.
Kerem, inmóvil junto a la puerta, reconoció la voz de su madre y frunció el ceño. Su postura se endureció.
—¿Qué carajos haces aquí —escupió con voz grave, sin levantarla pero cargada de acero— y por qué está