202. La Casa Sumergida
El silencio que siguió al caos fue casi más opresivo que el rugido del agua. La cabaña, su único refugio, se había convertido en una ciénaga. El agua helada les llegaba a las rodillas, un lago oscuro y turbio lleno de los despojos de su batalla: astillas de madera, trozos de tela, el cuerpo flotante de uno de los luisones. El fuego de la chimenea era un recuerdo ahogado, y un frío húmedo, que calaba hasta los huesos, se había apoderado de todo.
Selene sostenía a una Mar inconsciente, su cuerpo era un peso muerto en sus brazos. Florencio, cojeando, se acercó. Tenía una herida profunda en el brazo donde el Beta lo había arañado, y sus costillas protestaban con cada respiración, pero la adrenalina lo mantenía en pie.
—Tenemos que sacarla del agua —dijo, con su voz ronca.
Juntos, la llevaron hasta la mesa de madera maciza, la única cosa que, por su peso, aún se mantenía en pie, y la depositaron sobre ella como en un altar improvisado. Mar estaba pálida, sus labios con un tinte azulado, ag